El futuro

No dejes para mañana lo que puedas amar hoy

Ahora que el cine independiente cada vez lo es menos, y que el estilo Sundance mal entendido -ese de luminosos planos abiertos con musiquita folkie de fondo- se propaga más rápido que Ai se eu te pego, El Futuro (2011) pasa desapercibida por nuestras carteleras, cuando no abucheada en los festivales. Porque en el cine la forma no tendría que tener nada que ver con la fórmula, debería ser propia y única, como lo es la última película de Miranda July, esa directora, actriz y personal autora (todo al mismo tiempo) de mirada extraterrestre que conquistó al mundillo indie en Sundance con Tú, yo y todos los demás (2005), una peculiar historia coral que parecía orquestrada por la delicada hija bastarda de Todd Solondz.

Lejos de repetirse, El Futuro hace honor a su nombre y no vuelve a fórmulas del pasado, July se reinventa a si misma y propone una triste anti-comedia romántica por excelencia, una marcianada narrada por un gato y protagonizada por una pareja (sus dueños) que está en la edad de no saber si querer serlo o no, mientras el pobre Paw-Paw, que así se llama nuestro narrador, los espera lleno de amor en la clínica veterinaria en la que están curando su pata. Valga decir que la sorpresa no está en que el gato sea el narrador del film, sino en que sea el personaje más humano de la función, pues mientras los adultos ven pasar el tiempo sin tomar una decisión, o tomando las equivocadas, el gato expone con tristeza su lamento y abandono, el de una vida juntos que se niegan a tener por el miedo a ser mayor.

July hace gala de su particular dominio del lenguaje audiovisual, ese que no se puede enseñar en ninguna escuela, solo sentirlo. Cuenta sin contar, disfruta dando sus saltos narrativos, deteniendo la realidad e introduciendo formas más cercanas al cine fantástico que a las de una comedia romántica cualquiera, llevando su obra por senderos mucho más sugestivos que sugerentes. Ella, como su personaje baila ante la cámara en la película, se filma tímida y callada ante nosotros, pero cada movimiento queda marcado con gran intensidad y personalidad en el fotograma, tanta que corre el riesgo de caerse, de que no le guste a nadie, de generar indie-ferencia, de ser incomprendida, de quedarse sola con su tristeza. Y lo hace de manera auto-consciente, asume su rareza y no la esconde, al contrario, porque no todas las películas de esta vida pueden ser de Jennifer Aniston.

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