Clint Eastwood: Filmografía

Tras la doble crítica a J. Edgar y el acercamiento a la figura de Clint Eastwood a través de nuestro BIOPIC, completamos el especial del mes de febrero con un repaso a su filmografía. Actor, director, compositor, productor… habría múltiples formas y enfoques para analizar su obra, pero nos hemos querido centrar en su carrera como realizador. Desde que debutara tras la cámara con Escalofrío en la noche (Play misty for me, 1971) hasta el estreno de J. Edgar (2011) han transcurrido más de 40 años, dejando un legado de 33 películas, la mayoría de ellas protagonizadas por él mismo. Un tipo duro que es historia viva del cine americano y nos ha regalado numerosas obras maestras y, porque no decirlo, alguna decepción. He aquí, una serie de películas seleccionadas de este animal cinematográfico.

Play it, Clint

Escrito por Antonio M. Arenas

Marcado por su popularidad en el western, en 1971 pocos podrían aventurar en lo que se convertiría la filmografía de Clint Eastwood tras ver su ópera prima, por lo que tampoco nos atreveremos más de cuarenta años después a tratar de descubrir las bondades de su cine ocultas en su primer largometraje tras las cámaras. No en vano, Play Misty For Me –traducida de aquella manera en España, como era habitual en la época– si muestra alguna de las inquietudes que veremos desarrolladas más adelante, como su apego por los personajes atormentados y su pasión por la música (el festival de Jazz de Monterey forma parte de la trama), aunque finalmente sus propósitos sean más de aproximación que aproximados. El resultado es a todas luces el de una obra primeriza, con todos los defectos y desequilibrios formales que ello conlleva, pero al mismo tiempo es una película impulsada por una extraña lucidez, Clint sabe lo que quiere contar pese a no dominar aún cómo hacerlo. Es más, lejos de filmar una película académica o de corte clásico como podría presuponerse, rueda un film moderno, transgresor, hijo de su época y de su tiempo, precursor de un cine de terror que eclosionaría en los 80 y deudor del Hitchcock más esquizofrénico. Toda una rareza digna de revisión.

Apoyado por su mentor Don Siegel (que tiene un pequeño papel como camarero), Eastwood no solo dirige, también se otorga el papel protagonista, salvo que en esta ocasión no va armado de un rifle sino de un micrófono, dando vida al locutor de un conocido programa de radio por el que se obsesionará una oyente, que todas las noches llama a la emisora para que le dedique una canción (“Play Misty for me” le dice, de ahí el título) y que convertirá su vida en una pesadilla. La extrañeza y sugestión provienen al encontrar al Clint actante en una narración en la que no es el elemento activo de la trama, no ejerce la acción, es más, al contrario, es el personaje pasivo que sufre los ataques psicóticos de una Jessica Walter que encarna la locura en su más cruda esencia. En términos de semiótica el suyo no es, como nos tiene acostumbrados, el sujeto que salva al pueblo -y por ende, la película-, tampoco el donador que encarna unos admirables valores, es el propio objeto por el que se desencadena la trama, uno oscuro y de deseo que le lleva a sufrir el horror que su propia imagen genera cuando cruza al otro lado del espejo, representada en un cuadro crucial para el desenlace.

Curiosamente, Eastwood se acercó al terror como posteriormente lo hiciera Kubrick en El Resplandor (1980). Su debut se inicia con un largo plano aéreo que se acerca lentamente a la casa en la que se desencadenaran los hechos. Parece más una entrada simbólica suya al cine que dedicada al espectador, ya que cierra el film con otro plano aéreo que tras toda la brutalidad acaecida se aleja bruscamente de la casa, como tratando de hacernos olvidar lo sucedido. Del mismo modo que Clint se introdujo en el cine, dejando huella pero marchándose sin saber si iba a volver. Y es que a la dificultad de sacar adelante una ópera prima le sumamos la complejidad de acercarse al cine de género, un doble salto mortal que Eastwood ejecuta con más convicción que maestría, pero del que afortunadamente sale vivo para poder contarlo.

El hombre que supo reinar

Escrito por Pablo Vigar

Cuando se repasa la longeva carrera del Clint Eastwood director en busca de biopics, género al que acaba de regresar con J. Edgar, se identifican rápidamente los títulos de Bird (1988) e Invictus (2009). En la primera, el que fue durante largo tiempo el representante por antonomasia del spaguetti western abordó la vida del saxofonista y compositor de jazz Charlie Parker. En la más reciente, utilizó la Copa del Mundo de Rugby en Sudáfrica como catalizador definitorio para componer la efigie de Nelson Mandela. Existe un tercer título, no obstante, que a menudo se olvida, quizá porque no es un biopic propiamente dicho, en todo caso, uno que disimula levemente su condición de tal, y que apareció recién comenzados los 90: Cazador blanco, corazón negro.

En él Clint Eastwood aprovecha un determinado momento en la vida del personaje (o persona) para rubricar su semblanza. El personaje en cuestión aparece en el guión con el nombre de John Wilson. El espectador avispado lo reconocerá enseguida como John Huston, uno de los grandes directores de la historia del cine, responsable de absolutas obras maestras como son El halcón maltés (1941), El tesoro de Sierra Madre (1948) o El hombre que pudo reinar (1975).

La película adapta el libro de Peter Viertel del mismo nombre, que rememora los contratiempos del rodaje de La reina de África (1951). Al parecer, el trasladarse a África para rodar su película en exteriores no era sino una excusa de Huston para acometer una empresa mayor y destructora: la caza de un elefante, gesta que tenía obsesionado al legendario director.

Clint Eastwood se lanzó a la doble tarea de ponerse detrás y delante de las cámaras. Delante de ella, el actor está entregado representando la obstinación por derribar a una bestia que, se lee en el guión, forma parte de un mundo que ya no existe. Del otro lado, en la silla de director, realizó una de sus películas más injustamente olvidadas con el paso del tiempo, a pesar de una acogida positiva y merecida en el momento de su estreno.

Cazador blanco, corazón negro establece desde su mismo título la dualidad que explora con su personaje, alguien capaz de filmar una obra capital y al mismo tiempo de ejecutar, cometiendo un pecado contra la naturaleza, como se dice en un momento de la película, a tan colosal creación. Un biopic que está menos interesado en calibrar la vida y obra del cineasta, y más en tomar prestado su nombre (y ni eso) para contar la historia que le interesa.

No es país para viejos

Escrito por Gonzalo Ballesteros

En los libros de cine quedarán perennes todos los papeles y películas realizadas por Clint Eastwood, en el imaginario popular dudo que su inconfundible silueta pueda desligarse del tipo duro que protagonizaba spaghetti western. Eastwood subirá al cielo con poncho, mirada amenazante, cigarrillo en la boca y revolver en la mano; y pondrá orden allí arriba. Si es mucho lo que Clint le debe al western, más es lo que el género le debe al hombre sin nombre que resucitó un género hundido a principios de los noventa con la obra maestra, Sin perdón (Unforgiven, 1992).

Esta no es una película de buenos y malos, no hace soñar a los niños con ser vaqueros, las armas no son bienvenidas y las muertes traen consecuencias. El protagonista William Munny (Clint Eastwood) es un granjero viudo que vive con sus dos hijos pequeños. Tiempo atrás, en su juventud, fue un asesino despiadado, adicto al whisky pero que consiguió enderezar su vida gracias al amor de su vida, Claudia, a la que aún guarda fidelidad y devoción. Su reputación imborrable conducirá hasta él, a Schofield Kid (Jaimz Woolvett) un miope vaquero aspirante a asesino que reclutará a Munny para matar a dos hombres y cobrar la recompensa. Munny, a su vez, buscará a su viejo amigo Ned Logan (Morgan Freeman) para que les acompañe. En su camino se cruzará el déspota shérif Little Bill Daggett (Gene Hackman) y un grupo de prostitutas encabezadas por Strawberry Alice (Frances Fisher).

Pero ya no es como los viejos tiempos, William Munny está sobrio, los muertos a sus espaldas son una losa muy pesada y cada vez cuesta más apretar el gatillo. En Sin perdón la vida tiene un precio y el oro ya no puede enterrar la moral. Es un western desmitificador, el silbido de las balas es relegado a un segundo plano por la importancia de los diálogos. No hay poesía en la muerte, quizá porque en el otoño de su vida William Munny es consciente de lo que supone quitar la vida a una persona: “Cuando matas a alguien no sólo le quitas todo lo que tiene, sino también lo que podría llegar a tener”, le dice Munny a Kid en un momento del film.

Si se proyectara un ciclo de las obras maestras del western con películas de Ford, Hawks o Leone habría que reservar el último lugar a Sin perdón. Es crepuscular como ese plano inicial sobre el que podríamos recrearnos horas. La relación y los diálogos entre los personajes de Eastwood y Freeman, muestra a dos vaqueros hastiados, fuera de lugar, involucrados en una aventura que requiere una ausencia de ética que tienen superada. El film ayuda a entender la cara amarga de un género muchas veces tomado a la ligera y es el punto final, el cierre perfecto, al Eastwood vaquero, ese que saltó a la fama con la trilogía de Sergio Leone para convertirse en un mito del siglo XX.

Million Dollar Filmmaker

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Una de las indiscutibles obras maestras de Clint Eastwood. El drama deportivo (y vital) de Maggie Fitzgerald que en su treintena busca hacerse boxeadora profesional y dejar a un lado su mediocre vida de camarera. Encontrará el asesoramiento de Frankie Dunn (Eastwood) un gran entrenador, ya en retirada, que regenta un gimnasio junto a su amigo y ex-pupilo Scrap (Morgan Freeman). Un trío de personajes complejos pero incompletos que deberán salir de su coraza para interrelacionarse.

Es imposible destacar algo en este film porque la construcción y relación de todos los elementos es tan perfecta que consigue el equilibrio. La pareja protagonista es espectacularmente escoltada por la voz en of de Scrap y los personajes secundarios adquieren un peso determinante desde la desagradecida madre de Maggie hasta el potro desbocado que acude al gimnasio a golpear al aire y esperar su oportunidad. La maestría en la dirección de Clint Eastwood quedó fuera de toda duda mucho antes, pero aquí podría colocarse incluso un parche en el ojo. Paul Haggis firma un guión que le valió el Oscar en lo que es, sin lugar a dudas el mejor trabajo de su carrera.

La evolución emocionante de la carrera de boxeadora nos conduce a un éxtasis dónde nada falla, vemos la relación paternofilial entre Maggie y Frankie como la solución a sus problemas. Cada K.O., cada combate ganado, es un paso más para la gloria de Fitzgerald y para que su entrenador obtenga la gran victoria que siempre ha perseguido. El verde irlandés de la capa de la boxeadora, es el verde de la esperanza. Pero, el magnífico punto de inflexión que supone el combate final, con ansiada retirada a tiempo que nunca llega, deja paso a un film mucho más profundo y excepcional.

El caos vital y deportivo que provoca la derrota deja en evidencia el estado natural de la cosas. La sensibilidad y saber hacer de Eastwood detrás de la cámara, que ya nos emocionó en Los puentes de Madison (1995), la recupera o la supera en este film que te da un golpe demoledor cuando los guantes pasan a segundo plano. Cuando la redención personal no es posible por la vía deportiva, los pecados renacen y todo gira en torno a la muerte. Clint Eastwood es capaz de hablar de eutanasia con un clasicismo y una sobriedad con la que se aleja de cualquier controversia. Maneja los tiempos, la puesta en escena, la construcción de los planos y en resumen todo lo relacionado con la forma de una manera tan espectacular que te arrincona contra las cuerdas y tú no puedes mas que aplaudir.

El antibelicismo por bandera

Escrito por Pablo Vigar

La embestida cinematográfica que para el género bélico supuso la dupla Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) hizo de las trincheras de la II Guerra Mundial paso casi vetado para cualquier otro director que se aventurase a cruzarlas. La primera realzaba la condición de adalides de guerra de los combatientes, y la segunda la de pobres desdichados de los mismos. Dos anversos complementarios de la cruenta contienda, que parecían decir, si no las últimas palabras, sí unas que pondrían un punto y aparte para todo lo que viniese después.

Y lo que vino, o mejor dicho quien vino, fue el director de directores Clint Eastwood, el último maestro vivo, que perpetró en el mismo año (2006) dos visiones equidistantes de la batalla de Iwo-Jima, y por ende, de cualquier conflicto armado: Banderas de nuestro padres y Cartas desde Iwo Jima. En la primera la cámara se coloca tras el ejército americano, mientras que la segunda sigue de cerca a los soldados japoneses. Una jugada con la que el sargento de hierro acabó con la supremacía norteamericana en la representación en la sala oscura de la mayor guerra de la historia.

El que fuera Harry el sucio, ferviente y entregado defensor de los más conservadores valores americanos, realizó con Banderas de nuestros padres un desmarque absoluto de las propuestas anteriormente referidas que venían a suponer la enésima definición de todo un género. No sólo por suprimir de lleno el carácter de héroes patrióticos que presentaba la primera con esa incómoda apostilla al comienzo y al final del relato, y que la segunda más sabiamente olvidaba, sino también porque hablamos de una película bélica que pasa más tiempo alejada de la guerra que dentro de ella, y que desmitifica el papel de quienes fueron más que testigos del conflicto. Aquí no hay buenos ni malos, ni siquiera un bando heroico a vanagloriar y uno malvado a pulverizar. Los soldados que combaten por su patria, pero que mueren por defender a sus amigos, son como los peones, blancos y negros, de cualquier partida de ajedrez, que los desalmados reyes del tablero se han empeñado en encarar.

La célebre fotografía de los soldados izando la bandera norteamericana actúa como leitmotiv sobre el que Eastwood arma su particular guerra. Una analizada desde la distancia en el espacio y el tiempo, a la que se llega por medio de flashbacks y que interrumpe la narración que se gesta desde los despachos y los intentos de financiación de tan horrible maquinaria. Porque sólo tomando perspectiva se puede llegar a intentar dilucidar la inimaginable infamia de la guerra.

Y como hiciera en el plano final de la obra superlativa que es Mystic River (2003), Clint Eastwood se sirve de lo que tradicionalmente ha servido para solemnizar el papel de la bandera de las barras y estrellas y lo utiliza para materializar una afilada crítica que resulta en una película bélica que toma rápidamente consciencia de su declarado carácter antibelicista.

Un Eastwood menor

Escrito por Pedro Terrero

Gran Torino llegó tan solo dos meses después de su anterior película, El intercambio. Dice el polifacético señor Eastwood que lo hace para mantenerse joven. Esta vez nuestro amigo cascarrabias hasta se atrevió a ponerse frente a las cámaras, dice él que por última vez (sospecho que en una maniobra comercial), para encarnar a Walt Kowalski, veterano de Corea que verá perturbada su “tranquilidad” por la muerte de su esposa y por ciertos vecinos de ojos rasgados que poco a poco están apoderándose de su barrio. Esta película tiene el sello del Eastwood del siglo XXI, buena factura, montaje parsimonioso, una atmósfera bien creada. Pero no llegó a ser la obra maestra que muchos venían anunciando a bombo y platillo. Trataré de explicarme.

Empezando por los pequeños detalles que me molestaron, resaltar las caritas de mala hostia en primer plano del bueno de Clint y los insultos xenófobos que dirige a todo aquel que se cruza por su camino, recursos innecesarios, que tal vez una vez pueden tener gracia, pero cuando oí por decimoséptima vez la palabra “yogur” o “rollito de primavera”, empezó a molestarme de verdad. Esto hace perder a la película la sutileza que caracterizaban las últimas películas del realizador norteamericano. Pero lo más delicado viene ahora.

El principal problema de esta película, en mi opinión, está en su guión. Para empezar, la premisa y las características de los personajes principales están bien dibujadas. La película se toma su tiempo (al principio se le perdona) para presentarnos a un Clint Eastwood más rancio que el olor de la boina de Paco Martínez Soria y a ciertos personajes orientales que tendrán su importancia a lo largo de la película. Vale, hasta aquí bien. Pero hay un problema bien gordo. Se nos ha presentado a un personaje tan anticuado y con unas convicciones tan interiorizadas que los guionistas necesitan más de tres cuartas partes de la película para hacer evolucionar al personaje y así justificar la última cuarta parte de la misma. Para ello usan lo que yo suelo llamar “blindaje del guión”, un proceso que puede resultar contraproducente según ciertas circunstancias. En Gran Torino la narración se centra en el personaje de Eastwood y en su relación con el chaval oriental, dejando de lado al espectador. Esto le hace perder fuelle y hacerse aburrida a ratos, reiterativa (por ejemplo, las escenas del predicador y las de los orientales ofreciéndoles regalos por lo que hace Walt Kowalski. Repito, recursos de manual para hacer justificable la última parte de la película) y con escenas largas o directamente innecesarias (cuando presenta el chaval al constructor, cuando ya habíamos recabado mucha, demasiada información de las escenas con el peluquero).

Con todo este proceso supuestamente cumplido, el de hacer evolucionar a Eastwood y al chaval, el gran punto de inflexión de la película es rotundo, a priori justificable… pero es que llega tarde, demasiado tarde. A partir de aquí, la narración pone la quinta hacia el clímax final… pero aquí viene otro problema añadido. La película ha sido lenta, pero constante en mostrarnos detalles más o menos explícitos. Por eso, llegamos hasta a comprender la decisión final de Eastwood cuando queda bastante tiempo para terminar. El error viene dado por ciertas escenas clave que se van repitiendo a lo largo de la narración. Los guionistas no es que nos sugieran el clímax final, es que nos lo ponen todo en bandeja. El suspense se va diluyendo con el paso de los minutos, así que necesitamos un desenlace apoteósico, un puntapié definitivo que nos pille por sorpresa a todos. Como sólo Eastwood sabe hacer. Pero no. El final es previsible (como he dicho antes) y atropellado. Me dejó completamente frío, tan frío que pensaba que la película aún no había tocado su techo y que aún quedaban 20 minutos para el verdadero clímax final. Nada de eso. Tres minutos de resolución facilona y “Directed by…”, punto final. Eso es Gran Torino.

Pero que no se lleven a engaño, no estamos ante una mala película. Lo que la salva de la mediocridad es el dominio absoluto de Eastwood del lenguaje cinematográfico, su mano diestra con la cámara, con el regusto clásico, libre de tics videocliperos, de un maestro de la vieja escuela. Y para qué engañarnos, la historia tiene cierto fondo, nos hace reflexionar, volver atrás en el tiempo, recorrer mentalmente el pasado de ese perro viejo que es Walt Kowalski, un personaje con matices, quizá esos matices que echábamos de menos en los personajes de El intercambio (el a mi juicio único error de su anterior película, que por cierto me parece muy superior a este Gran Torino).

En resumen, una película menor, sí, menor. Cuesta decirlo, acostumbrados como estábamos a la ristra de obras maestras que nos había regalado Eastwood (con ciertas excepciones, claro), desde el predicador justiciero de El jinete pálido hasta esa cautivadora historia de El intercambio. Pero lo es. A pesar de todo, nuestro amigo cascarrabias ya se tiene ganado su sitio en el olimpo de los dioses cinematográficos.

El patito feo

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Con Sudáfrica en boca de todos, ante la inminente celebración del Mundial de fútbol en 2010, se estrenó Invictus en 2009. Una película centrada en el importante papel de Nelson Mandela en la reconciliación del país, con el Mundial de rugby como telón de fondo. Morgan Freeman, en la piel del icono negro, produjo un film pensado para su lucimiento, donde un tal Anthony Peckham guionizó pobremente el famoso libro sobre los acontecimientos de John Carlin. El proyecto lo realizó Clint Eastwood con mediocre resultado.

La historia, poderosa y real, era un diamante en bruto para que alguien que quisiera esculpir una película que quedara en el recuerdo. No sé si porque Eastwood era ajeno al proyecto en sus orígenes o porque tenía su privilegiada mente puesta en otras películas, el resultado es que el director puso el piloto automático e hizo Invictus con sobriedad y sin corazón. El peso de la construcción de Mandela recae en Morgan Freeman que lo dibuja con solvencia, Eastwood no se deja ver en todo el film y es necesario mirar dos veces los créditos para convencerte de que la ha dirigido él. Para el recuerdo queda la magnífica recreación de los partidos de rugby y poco más, eso sí la vibrante realización de los partidos hace las delicias de los aficionados a este deporte y consigue entretener a los profanos. Pero, más allá de eso, la estructura narrativa no se aleja mucho de un telefilm de sobremesa.

Un guión previsible y blando, el típico molde de drama deportivo que va desde la desesperanza del principio hasta la gran victoria final. Aunque en la realidad así fuera, en la ficción se exige un poco más, aunque sea ingenio, riesgo, una realización más atrevida o mostrar hechos controvertidos. Cuando de pequeño has visto decenas de veces Somos los mejores (The mighty ducks, 1992), popularmente conocida como Los patos, y todas sus secuelas (incluídas las series de televisión, ojo) en tu pequeña mente sin amueblar hace mella ese formato tan comercial y lo reconoces fácilmente cuando lo vuelves a ver. El problema es que si Morgan Freeman da vida a Nelson Mandela en un film dirigido por Clint Eastwood esperas algo más que una producción Disney.

No es una mala película pero sí menor dentro de la filmografía del director americano, que en su relación con el deporte nos regaló la espectacular Million Dollar Baby. Clint Eastwood, un genio que nos tiene mal acostumbrados y que de vez en cuando nos da estos sustos. Por culpa de ser tan prolífico de vez en cuando le sale un patito feo, aunque gracias también a esa capacidad de creación nos queda el consuelo de esperar su próxima obra que será, seguro, mejor.

Secretos y mentiras

Escrito por Antonio M. Arenas

Uno de los mayores aciertos de J. Edgar es el de posicionar la narración desde el punto de vista del propio Hoover. Este gesto, tan perverso como honesto, nos ayuda a entrar en las profundidades de su atormentada vida, desvela los secretos y mentiras que él, como reflejo da la sociedad americana, trató de ocultar por lo que creía el bien de su cargo y de su país.

Clint Eastwood lejos de acusarle, empatiza con este ambicioso personaje, tan poco honorable y miserable al mismo tiempo, pieza clave para entender los problemas políticos y sociales que acontecieron a lo largo del siglo pasado en los Estados Unidos. Quizás esta sea la razón por la que la propia crítica y el público norteamericano no hayan compartido su entusiasmo por el film, no alcanzan a entender que Clint no solo se identifique con él, sino que lo muestre sin pudor como un monstruo a nuestros ojos, pues al fin y al cabo, el monstruo también forma parte de ellos.

El controvertido guión de Dustin Lance Black (ganador del Oscar por Milk y reconocido activista gay) arroja con discreción una impúdica mirada a la vida y personalidad del Hoover más íntimo. No es un guión gratuito ni polémico, como tampoco pretender ser uno fidedigno, pero si uno valiente con el que Eastwood aborda con complejidad no solo la vida del fundador del FBI, sino los entresijos de unos Estados Unidos de los que fue juez y parte en su lucha por el poder.

A través de los recuerdos más íntimos y los fantasmas de Hoover, se nos muestra su lucha por proteger un sueño americano que en el fondo es una pesadilla. En sus casi cincuenta años como director del FBI vivió desde la lucha contra el crimen organizado y la ley seca, hasta el asesinato de Kennedy, pasando por la caza de brujas, por lo tanto, habríamos de considerar que llegado cierto punto, la biografía de Hoover no es solo la de su vida, sino que es prácticamente la de todo un siglo.

Si hay un elemento que se apodera de la película, aparte de la convencida interpretación de Di Caprio, es el uso de la fotografía como metáfora. Esta, repleta de claroscuros, no podría ser más adecuada para dotar de atmósfera y capas a una obra que saca a la luz turbios momentos de la vida de Hoover y de la propia historia norteamericana, desde Roosevelt a Nixon, por lo que J. Edgar no solo resulta una película necesaria para superar el pasado, sino una fundamental para comprender el presente.

 

Contra el imperio del crimen

Escrito por Pablo Vigar

El personaje de J. Edgar Hoover, director del mismo FBI que hace unos días clausuró cierta web de alojamiento de contenidos, ya aparecía en la película de Michael Mann Enemigos públicos (2009). Lo interpretaba con solvencia Billy Crudup, adelantando muchas de las particularidades de un personaje que ahora Leonardo DiCaprio, en su primera colaboración con Clint Eastwood, hace suyo por completo. Un tipo reservado, ambicioso y que logró sobrevivir al frente de la Oficina Federal de Investigación a siete presidentes, prueba latente de obstinada y férrea índole.

En la película de Michael Mann su rol era secundario: era su presencia la que empujaba al agente Purvis a lanzarse a la persecución y captura del afamado atracador de bancos John Dillinger. En los créditos finales de dicho filme se nos revelaba el destino último de Melvin Purvis: su renuncia al FBI y su posterior fallecimiento. Renuncia que se descubre en esta cinta como destierro instigado por un Hoover receloso de su escasa popularidad en pos de la del agente. Quizá por eso el director de Poder absoluto (1996) confiere ahora a Edgar toda la atención que siempre buscó y que nunca llegó a merecer del todo, a tenor del relato.

Son muchos los episodios de la vida de este defensor del pueblo americano los que se nos muestran en una película que sobrepasa las dos horas de duración. Entre medio de los avances en forma de métodos científicos que ayudasen a combatir el crimen, Eastwood encuentra tiempo, como es de obligación en este tipo de propuestas, para ojear la biografía íntima de J. Edgar, a tres bandas con una madre dominante, la compañera y secretaria del temible dignatario y un cómplice masculino venido a más.

Cerca de cincuenta años (desde la juventud hasta la edad anciana, con un maquillaje más logrado en algunos personajes que en otros) comprendidos en un título que no logra conmover al presente y que está lejos de ser una de las grandes obras de un director que hasta hace poco nos tenía acostumbrados a una obra maestra detrás de otra. La película patina en su voluminosa y enredada narración en dos tiempos, agravada por la naturaleza del filme de fiel crónica intimista y política. El problema quizás resida en que esta vez la tarea era demasiado teórica, aunque se agradece el empeño, o en que quizás los tipos buenos, los que se sientan del lado de la ley aunque siempre se empeñen en quebrantarla con acciones de dudosa moral, nunca serán tan extraordinarios como los que corren libres del otro lado (y) de ella.

2 Comments

Comentar

— required *

— required *

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies