Suna no onna / Onibaba

Lo que no te contaron del Apocalipsis

Tras el fin del mundo solo cabe la desolación y el fin de cuanto nos rodea tal y como lo conocemos. Sin embargo, quizá no sea del todo así. Quizá solo sea un poco el fin del mundo, o de una parte, o a lo mejor ya empezó hace siglos pero es tan paulatino que no nos damos cuenta. Las explosiones de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki provocaron un seísmo que sacudió muchos cimientos a escala planetaria. De repente el ser humano había consumado el desarrollo del arma de destrucción masiva más mortífera que podía imaginarse. La perfección del horror.

Estados Unidos y Japón vivieron una época de paranoia nuclear que caló hondo en el imaginario colectivo. El país americano encontró en el fantástico el género perfecto para dar voz a la paranoia que atenazaba a su población, a través películas con tramas alegóricas más o menos sutiles que dibujaron un panorama en el que no cabía la esperanza. En Europa y Asia fueron el desencanto de la posguerra y la miseria los conceptos que llevaron a muchos a refugiarse en la significación en el plano ideológico y artístico, con la aparición de movimientos cinematográficos que son fundamentales para entender la evolución del medio desde la segunda mitad del siglo XX.

En 1964, en plena efervescencia de la Nuberu Vagu japonesa, aparecieron dos películas que aun hoy son fiel testimonio de la profunda conmoción que golpeó Japón tras la guerra mundial. Fueron La mujer de la arena (Suna no onna, Hiroshi Teshigahara, 1964) y Onibaba (id., Kaneto Shindo, 1964), dos películas que nacen en una tierra que ya ha sufrido el poder nuclear y que sabe más que nadie del silencio tras la destrucción, del olor a carne quemada, del horror puro y abstracto de la incertidumbre. ¿Qué pasa después del apocalipsis?

Tanto la película de Teshigahara como la de Shindo son dos ejemplos de cómo la paranoia, el miedo y el desencanto imperante en la sociedad japonesa pos-Segunda Guerra Mundial supo encauzarse hacia senderos metafóricos que encerraban alegorías que iban más allá de la destrucción física, asentándose en la destrucción psicológica de unas almas sensibles y complejas que tienen que vivir para siempre con un fantasma. Es el caso de las enfermizas relaciones que viven los protagonistas de estas películas, sendas parábolas de la humanidad reinventada tras el fin.

Son películas que comparten no solo año, sino numerosos elementos narrativos que nos llevan a encontrar la confirmación de una idea a través de las semejanzas. Los claustrofóbicos espacios que cierran el encuadre, con dunas de arena insalvables en La mujer de la arena, o con juncos que al ser mecidos por el viento filtran ese extraño sonido gutural que acompaña a cada carrera de la niña desesperada en Onibaba; las cabañas remotas como único espacio donde tiene lugar la acción, las escasas referencias a la civilización; los agujeros donde van a parar los muertos o donde va a parar el entomólogo; la indiferencia resignada de la mujer de la cabaña hacia la arena que se cuela por techo; la oscuridad y los silencios en Onibaba, la rutina, la indiferencia hacia el ser humano. En Onibaba, la máscara del demonio que oculta el rostro desfigurado de la anciana es usada por Shindo como un símbolo que, según el autor James Kendrick, alude al drama de los llamados hibakusha, literalmente “personas bombardeadas”, que han sufrido desfiguraciones en su cuerpo a causa de los ataques atómicos. En La mujer de la arena es la mujer que habita la cabaña la persona marginada y abandonada a su suerte por los aldeanos, conformando su propio mundo en el que se ha instalado una rutina casi macabra.

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Son, en definitiva, dos películas que dejan patente el estado de conmoción tras la tragedia (la provocada y la sufrida), dos espacios de reflexión claustrofóbicos sobre la barbarie y la impotencia, dos pesadillas tras las que, al despertar, queda el eco de lo que pudo haber sido… y puede que será.

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