War Horse

Corre, caballo, corre.

War Horse (Caballo de batalla, 2011) se inicia con un onírico amanecer y concluye con un atardecer crepuscular. El simbolismo que forman estas dos secuencias no puede ser más simple y esclarecedor. Las intenciones de Spielberg, abriendo a través de la imagen lírica una ventana a un tipo de cine perdido en el tiempo, parecen estar claras. Del mismo modo, podríamos tratar de establecer un paralelismo entre el discurrir del caballo protagonista con la filmografía del propio Spielberg. Capaz de contarnos grandes historias, de regalarnos imágenes de poderosa belleza, de mostrar su valor o incluso digno de erigirse como todo un héroe -ya sea cinematográfico o bélico-, pero que al mismo tiempo, como la guerra, carece de sentido. O al menos no hay que buscárselo de manera estricta a su filmografía, que unida a su trayectoria como productor arroja serias dudas sobre sus intenciones, más allá de las financieras, sino que lo encontramos en su innegable visión cinematográfica. Que el productor de Transformers promulgue una vuelta al cine del pasado puede resultar sencillamente contradictorio, a no ser que miremos el dedo en lugar de la luna, en esta ocasión, del caballo.

En relación al poder de la imagen, objetivo primero y último de las ambiciones del cine de Spielberg, es debido aclarar que su concepción lírica –apoyada en la omnipresente partitura de John Williams- dista de ser vacía, aunque así pueda parecerlo. Nuestra mirada postmoderna disfruta la imagen en su vacuidad, observando su superficie técnica, aquella que Spielberg depura como un auténtico maestro, tratando en vano de encontrar el contenido de lo mirado. Pero en cambio, la imagen lírica que enaltece Spielberg mira la mirada, a través de ella capta la esencia de lo quiere contar. Por eso las ambiciones que resultan de humanizar al caballo justifican sus actos, ya que no es más -ni menos- que a través de los ojos del equino por los que nos es contada la película. La inocente mirada del caballo se funde con la de Spielberg (o digamos también el joven que lo ve nacer y lo cría) para mostrar la guerra según sus ojos.

Pero vayamos más allá. Refrendado por los fordianos ecos iniciales de El Hombre Tranquilo (1952) y Qué verde era mi valle (1941), War Horse más que una epopeya bélica termina por ser una fantasía enmarcada en un delimitado e imaginario entorno existencial, más anclado al cinematográfico que al terrenal, todo sea dicho. Detalles como que no sea derramada ni una sola gota de sangre o que los oficiales alemanes hablen un perfecto inglés (con acento germánico, por supuesto) provocan, o más bien consiguen, que esta historia ambientada durante la I Guerra Mundial se aleje por completo de la realidad, como si formara parte de un universo fantástico en lugar de nuestra Historia, en mayúsculas. Es tal, en ocasiones, el grado de abstracción que alcanzan la marcada e irreal fotografía de su inseparable Janusz Kaminski, como el propio Spielberg en su dirección cargada de travellings imposibles, que solo queda entender el film como una deliberada visión distorsionada de la guerra en sí. Infantil tanto en un cierto sentido positivo, por los valores y la inocencia que genera su noble y bondadosa (por aterrorizada) mirada al sufrimiento humano, como desgraciadamente en el lado negativo por la pobreza y levedad argumental con la que se presentan los episodios narrados, en ocasiones de manera ridícula.

Y es una lástima que un pobre y plano contenido imposibilite, o al menos haga difícil, encontrar la mirada que Spielberg arroja hacia este, pero no debería hacernos olvidarla. De ahí que la secuencia final sea la de un improbable regreso a casa y el último plano sea el del caballo, como debería serlo nombrarlo de esta crítica, admirando un mundo que quizás no atisba a comprender, como nosotros tenemos que admirar la visión de un cineasta aunque su reflejo no siempre sea de nuestro agrado.

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