Tenemos que hablar de Kevin

La semilla del diablo

No es raro sentir cierto miedo a la paternidad tras ver Tenemos que hablar de Kevin, lo realmente extraño es que el hijo fruto de una pareja formada por John C. Reilly y Tilda Swinton no sea el anticristo. Y no muy distinto es el comportamiento de su primogénito, un niño que parece haber llegado al mundo sin otro propósito que el de sembrar el mal a su alrededor. Partiendo de esa premisa y sin tratar de buscar explicaciones al origen de su malvado comportamiento, como por otro lado tampoco hace el film, es interesante comprobar como el resultado se asemeja más al de una película de terror puro y duro que al drama familiar.

Comprendiendo el montaje como una parte fundamental de la (no) narración, Lynne Ramsay afronta el trauma obviando deliberadamente lo sucedido desde un inicio, centrándose en desvelar poco a poco el discordante e inevitable desencadenar de los trágicos hechos. Pero no para pretender encontrar las causas ni a los culpables, los motivos ni las razones, porque a veces no hay, sino tratando de generar un estado de desasosiego mental y emocional similar al que padece esa madre, interpretada como solo podría hacer Tilda Swinton, que (con)vive con toda la culpa y dolor en su vientre. Y fuera de él.

Para lograrlo, la historia se articula y construye en torno a inconexos (a priori) flashbacks que dan forma y sentido a su terrible realidad. La mala relación con su hijo (al que probablemente nunca deseó) va más allá de la desobediencia infantil y la rebeldía propia de un adolescente, alcanza profundos extremos de violencia mental, desde el chantaje hasta el horror más cotidiano, cristalizados a través de no pocos elementos del género de terror que están fuertemente presentes en el film, tanto en la atmósfera como en la tensa resolución de varias secuencias. El tono estilizado y la abstracción lograda aumentan la sensación de estar presenciando cine de género, tanto, que en su afán estético discurre por caminos más cercanos al cine de Wes Anderson -como si el de Kevin fuera el temible reverso de sus atormentados personajes-, (ab)usando de coloridos simbolismos con tanta carga explícita (la película empieza en la tomatina de Buñol, la madre limpia con sus manos pintura roja, se esconde en el supermercado tras latas de tomate, etc…) que terminan por aproximarla al giallo.

Son muchas las razones por las que podemos considerar Tenemos que hablar de Kevin no sólo como una película de género, sino como un film de terror pop. Desde el uso de música popular (el “Everyday” de Buddy Holly no volverá a ser una canción feliz) hasta la vestimenta del hijo, meditada y maldita, a lo James Dean o River Phoenix. La película se plantea la búsqueda de iconos (el parche en el ojo, el sombrero de Robin Hood, etc…) más relacionados con el impacto visual de la camiseta amarilla de Elephant (Gus Van Sant, 2001) que con su carga reflexiva sobre la matanza, en este caso una excusa, como tantas otras, para devorar un género antes de que él nos devore a nosotros. Un cine reflejo de una sociedad más pendiente de los flashes de la tragedia que de su trasfondo, que en su afán de venganza nunca reconoce que los culpables suelen ser las primeras víctimas.

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