El cine español frente a la crisis

Hace unos días la revista francesa Le film français dedicaba una mortuoria portada al cine español preguntándose si había llegado la crónica de una muerte anunciada. Múltiples voces de la industria del cine han alarmado de la crítica situación del cine en nuestro país, sobre todo tras la inminente subida del IVA de las entradas en trece puntos porcentuales, situándolo en un 21%, como los artículos de lujo. Hay quien señala que buena parte de la industria está más centrada en quejarse y defender privilegios –si es que los hubiera- antes que buscar alternativas y nuevos modelos para salir de la situación de agonía continua en la que se encuentra el cine. Pero no es menos cierto que cada vez que retoma el camino la industria se encuentra con un nuevo palo en las ruedas y empieza a ser desesperante.

En una excepcional entrevista, José Luis Cuerda sentenciaba tras contar una anécdota que en España “el aprecio que se tiene por el trabajo intelectual es cero”. Polémica sentencia que invita a reflexionar sobre el papel que la cultura en general, y el cine en particular, tiene en nuestro país. Los topicazos sobre el cine español, ese cine subvencionado de tetas y guerra civil, están anclados en la pegajosa escuela intelectual de la barra de bar –una de las escuelas de pensamiento más arraigadas– y si bien no es menos cierto que quienes más se obcecan en repudiar el cine patrio son los que más lo desconocen, hay detrás un mensaje y sobre todo una política anticultural que es muy peligrosa.

La cultura cinematográfica en España es un arma política arrojadiza, algo que pasarse de mano en mano, que se puede hacer y deshacer al gusto, que carece de continuidad y criterios lógicos y que cuando interesa es para hacerse la foto y cuando no se desprecia sin miramientos. La cultura cinematográfica en el mejor de los casos es secundaria, es eso de las palomitas, es un lujo, algo que no nos podemos permitir, está por encima de nuestras posibilidades. Habría que retrotaerse a la España gris y retrógada del siglo pasado para diseminar y comprender de dónde viene el dislate de la política cultural, pero quiza sea suficiente acordarse de aquella gala de los premios Goya de 2003, sí la del No a la Guerra, aquella donde la libertad de expresión hipotecó el futuro del cine español, ¿o no es para tanto?

Estaban en su legítimo derecho de utilizar aquella plataforma para poner en su voz el sentir de millones de españoles pero aquel mensaje pacifista fue recogido como una declaración de guerra, qué paradoja. La vendetta estaba jurada. Los medios de comunicación conservadores se encargaron de sembrar la semilla del odio y una parte de la sociedad vinculó la totalidad cine español con aquella panda de titiriteros. Ese punto puede que no fuera el origen, a lo mejor fue la gota que colmó la paciencia popular, seguramente hasta llegar ahí pasasen más cosas, incluso más relevantes, pero es innegable que la situación en la que nos hallamos parece irreversible.

Esta sensación de desafección ciudadana hacia el capital cinematográfico del país, real o no, mayoritaria o no, es el marco ideal para poder desarrollar la política cultural que convenga o lo que es peor, no desarrollar ninguna. La crisis económica, en este sentido, ha relativizado la importancia de todo aquello que no se mida en puntos básicos y, claro, la cultura no es tan importante con-la-que-está-cayendo. Nuestros gobernates, oh sabios, lo tienen claro: no debe destinarse un solo euro a aquello que no sea rentable. ¿Las políticas culturales? eso suena a una de esas partidas maravillosas de las que poder recortar. Quizá sería suficiente con concienciar sobre la importancia que el capital cultural tiene en un país, hacer ver la capacidad comunicativa del cine y su enorme valor como medio de experiencia y expresión social. Simplemente recordar a nuestros gobernantes que el cine es una necesidad básica en una sociedad avanzada.

Hasta que se alcance la utopía de que los gobiernos defiendan y garanticen las necesidades básicas de sus ciudadanos, el cine español sobrevive o al menos se resigna a morir.  Hay multitud de posturas con las que el cine español se enfrenta a la crisis. Existe un puñado de directores, que todos tenemos en mente, con una importante proyección internacional que no tienen problemas en financiar sus proyectos, o al menos no las mismas que el resto de sus colegas. La nueva oleada de directores, por las dificultades ecónomicas o por aquello de que las necesidades (financieras y cinematográficas) agudizan el ingenio, hacen una suerte de cine lowcost, cine sin demasiado presupuesto pero comercial que se sostiene gracias al talento creativo del director; recordemos a Vigalondo y su Extraterrestre.

Otros directores apuestan por la independencia más absoluta en todos los campos, y de ellos nos están llegando las apuestas más estimulantes. Hablamos de Carlos Vermut y su rareza maestra Diamond Flash, de Juan Cavestany mostrando su excepcional historia de El señor en menos de una hora, de la aventura cinematográfica del Cabesa y el Culebra en El mundo es nuestro o del bombazo multiplataforma que ha supuesto la incursión en la dirección de Paco León y su obra Carmina o Revienta. Todas estas películas realizadas en 2012, son una muestra de que el cine en España no puede reprimirse ni resistirse, el talento es evidente y las propuestas plausibles. El cine español no está muerto y no podrán acabar con él.

Si algo tienen en común todas estas propuestas; que difieren en concepción, estética y pretensiones; es su relación con internet, ya sea de forma precedente en el caso del dúo cómico de El mundo es nuestro o relacionada con la difusión: Diamond Flash, Carmina o Revienta. En cualquier caso, este conjunto de creadores han sabido ver la potencialidad de la red dentro de una industria que percibe internet como una amenaza. Aunque el uso de las nuevas tecnologías y la red como medio de comunicación y difusión pueda parecer anecdótico, es fundamental señalar que además del carácter instrumental, internet ofrece alternativas de negocio a un modelo que parece caduco a todas luces. Los nuevos creadores son capaces de realizar con pocos medios y mucha ambición buenas obras audiovisuales, pero eso no debe despistarnos. Es de una necesidad imperiosa seguir reivindicando políticas culturales que fomenten el mundo cinematográfico, que apoyen a nuevos realizadores y al cine independiete, que respondan a las necesidades sociales, que adapten la industria a los nuevos modelos de negocio y sobre todo que estén desarrolladas con una base sólida, con el máximo consenso posible y una visión a largo plazo.

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