Margaret

Sola en medio de un montón de gente

No era mi intención titular con un fragmento de una canción de Amaral, pido disculpas y dejo las armas, supongo que con ello habré perdido a los pocos lectores de esta crítica a un film con todavía menor número de espectadores, pero ciertamente encaja al describir la premisa de Margaret, una de las llamadas “películas malditas” de lo que va de siglo. Maldita, al fin y al cabo, por la imposición del estudio de que la duración no excediera los 150 minutos de duración, frente a sus tres horas originales, llevando con ello la dificultad para conseguir un montaje que convenciera a su director (el estrenado, dicen, es obra de Scorsese y Thelma Schoonmaker), derivando en problemas legales que la han tenido alejada de las salas comerciales hasta finales de 2011. Pero lo cierto es que no es una película digna de ese apelativo, no es provocadora, no tiene contenido violento, no hay nada maldito en ella, sencillamente es una obra sobre la incomprensión, no vende, de ahí que fuera (y finalmente haya sido) incomprendida.

Su estreno en nuestras pantallas cinco años después del fin de su rodaje supone un viaje en el tiempo a unos Estados Unidos pre-Obama y post-11S, si es que algún día dejan de estarlo, dándonos la oportunidad -casi antropológica- de presenciar una realidad que ya ha sucedido para tratar de buscarle alguna explicación. Por medio de un gran número de personajes (más de 40) Kenneth Lonergan teje diálogo a diálogo la telaraña en la que se encuentra perdida toda sociedad occidental. Como si de un MacGuffin tomado en serio se tratara, la trama la desencadena un accidente de tráfico que presencia una joven (interpretada por Anna Paquin) y por el que se siente culpable. Ese sentimiento de culpabilidad, mezclado con la búsqueda de redención y justicia, le lleva a cuestionarse todo lo que la rodea con un comportamiento propio del de una chica de su edad, repleto de contradicciones, cambios de humor, equivocaciones y miedos. La radiografía que acomete Lonergan siguiendo sus pasos emprende desde el hogar familiar, visto como el principal foco de la incomunicación y de los mayores traumas, por el que comprendemos la dificultad de ser un padre distanciado de tu hija como de ser madre viviendo con ella, hasta el instituto y la cruda labor educativa de sus profesores, pasando por el mundo judicial y policial, repleto de intereses económicos y luchas de poder que tan alejadas se encuentran de una (falta de) justicia y ética que son demasiado para una joven que suficiente tiene con creer que su país está siendo amenazado por terroristas. Todo ello en un mundo marcado en sus diálogos por el terror, la soledad y el miedo, en definitiva, el fin de la inocencia. Esta pérdida de la inocencia es una de las razones por las que el mundo de Lisa deja de gravitar. Su relación con uno de sus profesores, que desemboca en un embarazo y futuro aborto que quedan en off en este montaje (pero sí se incluye en el realizado por su director, estrenado en DVD) nos recalcan la idea de la innumerable cantidad de problemas que pueden asaltar una joven en nuestros días, son tantos los aspectos a tocar que no tienen cabida al final, nunca los tendrían, como nos falta siempre tiempo en una conversación entre amigos en la barra de un bar.

Lonergan, que siempre se ha reconocido como un autor teatral, ha asegurado que deja el cine para centrarse en el teatro. No se le puede culpar, la película transmite su desencanto al ver como nada cambia a su alrededor, su punto de vista es tan frustrante como así puede parecerle su resultado a un gran número de espectadores, pero películas en las que la emoción es latente y sin otro objetivo que el de arrojar una mirada tan lúcida sobre lo que somos merecen otra suerte. El gran nivel del reparto y su dirección tan consecuente hacen de Margaret una película en la que adentrarse aunque parezca no está contando nada, porque sus personajes pueblan nuestras calles y en cierta medida podemos encontrarnos en sus dudas y diatribas emocionales. Su reconciliador y bello final abre una esperanza a la que siempre poder agarrarse, como al amor de una madre, aunque todo este tiempo después todavía sigamos con las mismas dudas y parezca que vamos a acabar todos como Nicolas Cage en Eurovegas. Lo siento, lo he vuelto a hacer.

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