Outrage

No habrá paz para los Yakuzas

Tras un valioso (por atormentado) periodo de reflexión sobre su propia obra, ya fuera tratando de escapar a sí mismo desdoblando su personalidad en Takeshi’s (2005) o dando rienda suelta a todas las posibilidades que el cine le ofrecía (para así no tener que elegir ninguna) en Glory to the Filmmaker! (2007), surgidas en una época de indecisión sobre el camino que debería recorrer su filmografía, Takeshi Kitano regresa al mundo Yakuza que le dio a conocer para firmar un alegato con el que nos vuelve a recordar, por si acaso nos habíamos atrevido a olvidarlo, que sigue siendo el maestro del género. Pero los tiempos han cambiado, ya no hay lugar para la poesía ni es momento de héroes solitarios en busca de causas perdidas, Outrage (2010) no da descanso al espectador ni a la Yakuza, condenada a una cada vez más salvaje e incesante lucha de poder que no parece acabar nunca.

Si en Sonatine (1993) o Hana Bi (1997), por citar solo ambas, la violencia explícita tenía trazos poéticos y servía para adentrarnos en los contradictorios sentimientos de sus protagonistas al respecto de la Yakuza, en Outrage (2010) se suceden las traiciones, las luchas familiares y los actos violentos sin solución de continuidad, entendiéndola hasta el extremo como única forma de vida (y muerte). La depuración que alcanza Kitano en la narración es ejemplar en este aspecto. No hay mayor presentación ni descripción de sus personajes que sus propios actos criminales, el guión no atiende a explicaciones, no se detiene a orientarnos para comprender el árbol familiar de los implicados ni trata de subrayar la trama, al contrario, la respiramos al paso que avanza dejando un rastro de cadáveres en el camino que no parará de aumentar hasta la última secuencia de la película. Como para la Yakuza no hay momento de relajación, nosotros los espectadores tampoco lo tendremos. Un todo por el todo narrativo que va en sincronía con la idiosincrasia que conlleva este estilo de vida.

Lo que por supuesto no faltan son los golpes de humor negro (tirando-a-amarillo) ni los exquisitos arrebatos violentos tan característicos de su obra. Pero en esta ocasión hay un fondo de amargura tras cada disparo, chantaje o visita al dentista que se produzca. De alguna manera sus personajes saben que idéntico destino cruel les está esperando a la vuelta de la esquina, se ríen para no pensar que el final de la Yakuza, como el suyo propio, está cerca. Un hoy por ti, mañana a por mí, refrendado por la incesante banda sonora compuesta por Keiichi Suzuki, que deja las imágenes sin respiro. Debido a todo ello, parece entenderse que, una vez superado cierto miedo a dejar de ser él mismo y a desconocer hacia dónde llevar su obra, Kitano se identifica y aferra a esta decadente Yakuza decidido a quedarse sin escapatoria alguna. Asume el gesto torcido que exhibe su personaje como si estuviera condenado a rodar cada uno de los planos y giros de esta vuelta a los bajos fondos en los que se siente como en casa. Que este año haya presentado una segunda parte –se pudo ver en el Festival de Sitges- nos confirma que la ansiedad se marcha para convertirse en un renacido estado de gracia. Tócala de nuevo, Takeshi.

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