Amour

Altos techos, grandes ventanas con mucha luz, cuadros en las paredes, libros abarrotando las estanterías, y en una habitación un hombre enamorado mirando a su mujer. Al otro lado de la mirada, los ojos de ella fijados en los suyos. Mirando, y probablemente no viendo nada. En el equipo de música suena Schubert, alguna pieza al piano interpretada por alguno de sus alumnos. En las estanterías los libros siguen inamovibles, expectantes, preguntándose si alguna vez  volverá la casa a tener la vitalidad de antaño. El piano, también inmóvil, recoge sus teclas.

Pero volvamos a la mirada, a los ojos de nuestro hombre. Unos ojos que sí ven, ven mejor de lo que quisieran. Ven aquello que les toca ver, el tiempo haciendo estragos, la vida dejando sus huellas. Más importante que todo esto es lo que no se ve, lo que no se dice (realmente, ninguno dice nada), lo que se subcomunica: el miedo, como el dorso del amor en la moneda de la vida. Miedo a la muerte implacable que asoma y de la cual ramifica un miedo todavía más desconcertante, el miedo a la soledad, al vacío, a una cama demasiado grande, una mesa demasiado amplia, una nevera nunca llena, unos paseos demasiado solitarios. Cuando la muerte mira de frente, resulta mucho más fácil abrazarla como liberadora cuando eres tú quien deja el vacío tras de ti. Y al otro lado de la mirada, de la implacable mirada de la muerte, quien todavía abraza la vida con fuerza tiembla de puro terror al sentir que una parte gigantesca de sí mismo, contenida en otro cuerpo, le pueda ser arrancada. Así, el amor,  duele, duele, duele, duele.

No es difícil de comprender por qué Amor (Amour, Michael Haneke, 2012) impresionó a la crítica y jurado en el festival de Cannes, alzándose con la prestigiosa Palma de oro. El filme está rodado con extraordinaria sencillez, con planos largos, fijos y precisos, como si su función fuese tan sólo disponer una ventana a través de la cual el espectador pueda contemplar la realidad. La realidad más cruda y a la vez más tierna. Una ventana de rebosante honestidad a través de la cual uno no puede limitarse a mirar, a través de la cual uno está obligado a ver, y con ello a sufrir, a conmoverse, a retorcerse. Esa honestidad, esa transparencia, es lo que verdaderamente distingue esta cinta de propuestas como la exitosa Intocable (Untouchable, Olivier Nakache & Eric Toledano, 2012) cuyo enfoque ante las dificultades va cargado de un extremo positivismo que cambia por completo la imagen, como si necesitase un filtro de Instagram. Haneke nos muestra una fotografía de la vejez tal y como es.

El cineasta austriaco dispone el marco, con maestría, pero los que dan vida al cuadro, quienes pintan el lienzo, son Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva con dos interpretaciones sencillamente perfectas, que hacen imposible no sentirse parte de la historia, no girar un pedazo de memoria hacia aquel familiar convaleciente que todos hemos tenido.

Amor es un retrato crudo y sincero, sin florituras, sin sentimentalismos. Cuando una persona simplemente es una parte más de ti, y dejarla marchar supone perder una parte de tu cuerpo. Cuando se ama así enfrentarse a la muerte de otra persona se convierte en un acto de valentía. Es un retrato de amor con mayúsculas, no aquel que puede secar mares y tumbar montañas, un amor real, palpable, doloroso y abrumador, aquel que cae de las pupilas de quien ve desvanecerse  a quien ama y que a ti, te deja sin aliento mientras los créditos van pasando, en silencio.

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