Paul Thomas Anderson: Filmografía

Ahora que Paul Thomas Anderson estrena The Master, nos adentrarnos en su corta pero poderosa filmografía. Son sólo seis obras, pero de una profundidad y capacidad narrativa tal, que lo han encumbrado en la historia reciente como el último gran maestro americano. Desarrollamos los tratados de su cine en nuestro BIOPIC, ahora te dejamos con sus películas.

 

Fundido a negro

Escrito por Pablo Vigar

Resulta una interesante reflexión que tras la remodelación cinematográfica que vinieron a traer directores como Spielberg, Lucas o Coppola, algunos de los cineastas-autores más prolíficos de la siguiente generación firmasen óperas primas cercanas al género noir, visto quizás como única vía posible de introducirse en un mundo que tiende a quemar sus naves con rapidez. Esta huida hacia delante, y al mismo tiempo hacia detrás, hacia uno de los géneros que los yanquis mejor supieron tratar, podría simbolizar el querer entroncar con una de las raíces más primigenias del cine. Nombres como los hermanos Coen y su Sangre fácil (1984), Wes Anderson y su Bottle Rocket (1996) y el caso que nos ocupa, Paul Thomas Anderson y su Hard Eight (1996), más tarde retitulada Sidney.

Casi por regla general, los personajes que nacen de las páginas de un guión de cine negro tienden a arrastrar inconfesables secretos o traumas que proceden, en muchos casos, de un pasado que les persigue. Personajes al límite, que se ganan muy pronto la empatía de un público que se posiciona de su lado, aun cuando su dudosa moral sea la responsable de atroces acciones. Y es que viendo en pantalla a Philip Baker Hall uno no puede sino hincar la rodilla ante él, esperando, eso sí, que su clemencia para contigo encuentre lugar.

Paul Thomas Anderson es un director que tiende a hacer de sus filmes pequeñas reuniones de amigos, reutilizando a actores con los que ya ha trabajado. En Sidney podemos ver en una corta intervención a Philip Seymour Hoffman, dando la réplica a Baker Hall, otro de los habituales del director. También John C. Reilly acostumbra a engordar el plantel actoral de los filmes de Anderson, siendo aquí una de las piezas centrales de la cinta. Lo que desconocemos es por qué no ha vuelto a llamar a Gwyneth Paltrow, actriz muy capaz que personifica aquí a la femme fatale, si acaso por accidente, de forma casi involuntaria, pero clave en el devenir de los acontecimientos de esta evocación al cine negro, primer trabajo de un realizador que ya tiene asegurado su lugar en el olimpo de la sala oscura.

Night Fever

Escrito por Pedro Villena

En algún momento del tránsito entre la adolescencia y la edad adulta los aficionados a esto del séptimo arte hemos fantaseado con rodar nuestra propia obra maestra, esa que nos catapultase a los anales de la gloria fílmica, a saber: ensayos de entregas de premios frente al espejo, discursos de agradecimiento y todo lo que la fantasía pudiese proyectar. No nos ocupa ahora mismo indagar sobre qué colaborador de una revista de cine online fracasó en su empeño de rodar un falso documental satírico en esa feliz y despreocupada etapa de su periplo vital.

“Everyone’s blessed with one special thing”, es lo que decía Dirk Diggler, la emergente estrella del porno de finales de los setenta, para referirse al tamaño inusual de su herramienta de trabajo. No tenemos constancia de las características anatómicas de Paul Thomas Anderson, pero el talento con el que fue bendecido sí que es de dominio público. Con solo 17 años ya puso toda la carne en el asador para rodar un mediometraje documental sobre una falsa estrella del porno caída en desgracia: The Dirk Diggler Story (1988). Obviando las deficiencias que van aparejadas a un proyecto de este tipo, en la historia inventada por Anderson y en su forma de relatar la vida y milagros de un actor porno ochentero de medio pelo ya se aprecian destellos de genialidad cómica y de capacidad de inventiva más allá de lo que se podría esperar en un chaval que ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad. No en vano, muchas, muchísimas de las ideas que incluyó en este proyecto iniciático le sirvieron nueve años después para triunfar comercial y artísticamente con Boogie Nights (1997). Los personajes y la trama son idénticas, pero eso sí, adaptado todo ello a un presupuesto hollywoodiense y con actores de primera línea. Aún así, no cabe sino pensar en que Paul Thomas Anderson debió de disfrutar como un niño, como el adolescente que hacía sus primeros pinitos con una cámara doméstica, ya que el trasvase del mediometraje de secuencias idénticas hace pensar en un auto-homenaje y una satisfacción personal cuyo buen funcionamiento da idea del genio que se gestaba a finales de los ochenta y que luego rodaría Magnolia (1999).

El resultado final son dos horas y media de un despliegue visual, musical y colorista que nos mete de lleno en el negocio del porno de los setenta a través de un variado elenco de personajes, estigmatizados todos ellos por haber elegido un estilo de vida que no se adaptaba para nada a lo que un ciudadano americano civilizado debiese aspirar, por mucho que el director que interpreta magistralmente Burt Reynolds tuviese aspiraciones artísticas para el porno más allá de la sempiterna escena del pizzero. Lo aclaraba sin pudor de la forma más explícita posible: el espectador tiene que quedarse en la sala después de correrse para ver qué ocurre al final. De esta premisa surgirá Brock Landers, el héroe del porno que elevará a los anales del cine a dulto a Dirk Diggler (Mark Wahlberg), aunque joven e inmaduro no será capaz de asimilar el éxito y todo lo que conlleva, para caer irremediablemente en la ya conocida espiral de exceso y drogadicción. Pero no es solo Dirk Diggler el único atrapado en las garras del porno, un mundo demasiado excluyente y no muy dado a las segundas oportunidades. En el catálogo de personajes que perfila Anderson a través de sus interminables y coreografiados planos secuencia (santo y seña de su cine) se aprecia su indefensión, como si andaran todos perdidos y confundidos por la irrealidad y el absurdo de los argumentos de esas películas que han protagonizado. No tienen otra forma de avanzar que haciéndolo de la mano, y nosotros, como no podía ser de otra forma, avanzamos con ellos.

Mención especial a un reparto que no puede ser mejor si incluye a Mark Whalberg, Philip Seymour Hoffman, Burt Reynolds o John C. Reilly, además de que quedan para la posteridad escenas inenarrables como la de la casa de Alfred Molina. Cine con mayúsculas.

Caleidoscopio Magnolia

En Revista Magnolia intentamos acercarnos al film que nos da nombre invitando a nuestros amigos, colaboradores y webs más cercanas para desentrañar esa vorágine de historias que es Magnolia (1999), seleccionando sus instantes favoritos, los que la hacen una película inolvidable. Pasen y vean, nuestro particular caleidoscopio.

So, here we go

Escrito por Antonio M. Arenas

Una década después de su estreno, y acusando todavía los efectos hipnóticos de The Master (2012), ver de nuevo Punch-Drunk Love (2002) resulta por completo una especie de liberación. Una liberación, digamos, casi necesaria. Sirve tanto al espectador y al propio cineasta como vía de escape a la realidad, una oportunidad para poder volver a empezar de nuevo. Tras ella, la filmografía de Paul Thomas Anderson se adentró de lleno y sin solución aparente en la (re)construcción de la historia americana del siglo XX, pero probablemente esa inmersión no habría sido posible sin este salto al vacío, inocente, naif, absurdo y magistral. Repleta de detallistas gestos técnicos en la construcción del espacio, a través de sus habituales y pronunciados travellings o del plano secuencia, pero a la vez renunciando a un perfeccionismo del que su cine, aunque no lo parezca, prefiere guardar distancia. Quizás ser humano en el fondo no sea tan malo.

Lejos de orientarse en torno a personajes grandilocuentes o un periodo histórico de cierta relevancia, Punch-Drunk Love nace de la anécdota, en realidad del cruce de varias anécdotas, algunas seguro ni las sabremos. La historia de un hombre que compró miles de paquetes de pudding para conseguir cupones de vuelo fue real, al igual que Jon Brion encontró un armonio roto y lo reparó. Probablemente el mismo armonio que aparece súbitamente en el film y con el que compuso la banda sonora. O no. Eso sí, no puedo asegurar que lo de las llamadas a una línea erótica les sucediera, tanto no. En torno a estas extrañas circunstancias encontramos a uno de los habituales personajes traumatizados de la obra de PTA, la enésima demostración de que Adam Sandler, más que un cómico, es el arquetipo del adulto que todavía pervive en la infancia que todos llevamos dentro. Aparte de un actor fantástico, claro queda. Su encuentro con Lena (Emily Watson) no se limita a describir un romance, es un brusco tránsito, la despedida de la infancia, el adiós a los temores y las inseguridades en los brazos del amor. Ya desde el surreal inicio se rompe la cotidianeidad de un hombre incómodo, enojado consigo mismo, solitario, condicionado por su infancia junto a siete hermanas. La llamada del amor desencadena una serie de acontecimientos anticlimáticos (el incidente del baño en la primera cita, la búsqueda del piso de ella entre los pasillos del edificio, las apariciones de los matones, etc…), unos hechos a los que Barry se enfrenta como si se tratara de una suerte de Odisea contra los fantasmas de su propia neurosis. Al final no hay otro maestro de por medio más que uno mismo.

Los interludios y títulos de crédito, obra del fallecido Jeremy Blake (cuya relación con la cienciología da para un texto aparte), otorgan una candidez alucinada e impresionista que define la película. Ondas abstractas se contornean de una cálida gama de colores a otra fría, acompañadas de la delicada banda sonora de Jon Brion, capaz de llevarnos de la pasión a la furia del protagonista como caras de la misma moneda. Compuesta en paralelo al rodaje como pieza fundamental del engranaje del film, su uso parece establecer una manera de ser que apreciaríamos de forma más evidente en las siguientes composiciones maestras de Jonny Greenwood. La música en Punch-Drunk Love, como en el cine de Paul Thomas Anderson, cuenta una película distinta, en ocasiones amplifica la misma, pero en la mayoría va más allá de ser un fondo o sonido de ambiente, es capaz de conjugar la secuencia a través del ruido o la sensibilidad armónica, no solo desde la puesta en escena. Los cambios de ánimo de Barry estallan mediante una capa sonora que en lugar de subrayar las acciones es capaz de desvelar el mundo interior de sus personajes. Mundos que se funden en un abrazo entre los pasos de la gente y las sombras de aquellos que tan solo quieren querer, queriendo.

Una historia de violencia

Escrito por Gonzalo Ballesteros

De John Ford, entre otras muchas cosas, aprendimos a través de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) que el primer proceso de modernización de los Estados Unidos estaba ligado a la llegada del ferrocarril. En 2007, Paul Thomas Anderson, mostraba en Pozos de ambición (There will be blood) una nueva etapa  de modernización con el descubrimiento y extracción del petróleo. Un proceso que descubrimos acompañando a la figura de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), hombre hecho a sí mismo que se convertiría en magnate del petróleo. La explotación de recursos traería progreso y riqueza a las tierras y paradójicamente mermaría a Plainview a medida que lo enriquecía.

Aunque por Ford, Hawks y otros maestros del western hicimos nuestro el siglo XIX americano –tan  nuestro que de esa influencia salió el spagetti-western– Una œhistoria sobre la creciente explotación petrolífera podría resultarnos ajena, a priori. En realidad la película de Thomas Anderson tiene una fuerza estética y visual que transciende la propia historia, podría embelesarnos recreándose en su primera parte, mostrándonos una y otra vez perforaciones en mitad del desierto que perderíamos la noción del tiempo. El film tiene algo, confluencia quizá de la fotografía, el montaje, los planos…  o la maestría de un director joven que habla con el lenguaje de los grandes, sea lo que sea, ese algo atrapa.

Anderson filma con paciencia y sosiego una historia de ambición y ascenso, pero también una historia de una violencia feroz encarnada en un ser competitivo, familiar y sin escrúpulos como Plainview que encontrará a su némesis en el joven Eli (Paul Dano), líder de la Iglesia de la Tercera Revelación que encuentra en los pozos de fe de su congregación la manera de saciar la ambición de su espíritu. Daniel Day-Lewis crea un personaje inmenso y hermético, todo un monstruo que se adueña del film y que es replicado con dignidad por el personaje de Paul Dano. Así, poco a poco, el director nos sumerge en una espiral de tensión y energía que acaba desatándose en un torbellino de violencia cumpliendo la profecía de su título original.

La mirada de los mil metros

Escrito por Gonzalo Ballesteros

El siglo XX, el siglo de las grandes guerras, quedó marcado por la madre de todas ellas: la Segunda Guerra Mundial. La participación de Estados Unidos en aquel conflicto del cual saldría vencedor, ha sido filmada en multitud de ocasiones y desde distintos puntos de vista por la industria de Hollywood. Algunas veces con más acierto como el tándem de Clint Eastwood –Cartas desde Iwo Jima (2006) y Banderas de nuestros padres (2006) – y otras con resultado esperpéntico como Pearl Harbor (2001) de Michael Bay.

Como la Historia la escriben los vencedores, la imagen de la posguerra americana es la imagen de los soldados volviendo felices a casa, es la instantánea que capturó Alfred Eisenstaedt aquel victorioso día en Times Square. Pero hay una parte de esa historia que no se acostumbra a contar y es que a consecuencia de aquella guerra América cayó enferma. Sus soldados quedaron traumatizados y en muchas ocasiones abocados al ostracismo social a causa de su incapacidad para volver a integrarse en la vida cotidiana. Los dulces años cincuenta no lo fueron tanto, y aunque han conseguido forjar en el imaginario colectivo la idea de la familia feliz, en la casita con jardín, cumpliendo el sueño americano… no todos los que volvieron pudieron seguir el llamado american way of life.

Afortunadamente directores como Paul Thomas Anderson han deconstruido el siglo XX estadounidense a través de sus películas para mostrarnos la otra América, la de los que vencen, sí, pero pagando un precio muy alto por ello. Como Daniel Plainview en Pozos de ambición (There will be blood, 2007) o Freddie Quell en The Master(2012), a fin de cuentas películas que se complementan a la hora de observar la construcción del país a lo largo de más de medio siglo.

Pero centrémonos en Freddie Quell, el personaje que interpreta Joaquin Phoenix, protagonista de The Master y ejemplo de ese soldado traumatizado cuyo cuerpo volvió de la guerra aunque su espíritu muriera allí. Su gesto torcido y columna encorvada son los indicios superficiales de un personaje enfermizo, impulsivo y errante. Lo acompañamos a través de la exquisita mirada de P.T. Anderson desde el final de la guerra hasta un feliz regreso que no fue tal. Su relación con el alcohol es constante y tóxica y su adicción al sexo queda patente cuando se somete al test de Rorschach. Su errática adaptación al mundo cotidiano es consecuencia de la ausencia de foco de una mirada devastada. Un espectro en vida que cruza su camino con un ser carismático que devora todo a su alrededor: Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman) líder y casi profeta de La Causa una secta pseudocientífica que guarda muchas similitudes, tanto formales como temporales, con la famosa iglesia de la Cienciología.

El choque entre estas dos almas tan opuestas no puede ser sino complementario. Quell introspectivo, hermético y desorientado encuentra en Dodd a un maestro que le guía y que necesita un discípulo con el que practicar su empresa. Desde que se conocen comienza una relación intensamente psicológica que Anderson consigue filmar otorgando a toda la cinta de una tensión agotadora. Un duelo dialéctico y mental en el que se vislumbra una potente violencia contenida y que en cualquier momento está a punto de brotar.

No es la primera vez que Paul Thomas Anderson rueda una batalla de estas características, memorable es la relación del magnate Plainview y el pastor Eli en Pozos de ambición, cuyo enfrentamiento desemboca en la enérgica escena de la bolera. En The Master vuelve a mantener un enfrentamiento dual que se extiende en el tiempo, y aunque la lucha se mueve en el terreno mental, la agresividad psicológica es incluso más insoportable que la física.

La puesta en escena constituye un espectacular trabajo formal al que nos tiene acostumbrados el director. Para esta ocasión se decidió por rodar en 70mm, una alta definición que se torna reveladora en los primeros planos, en el torcido rostro de Joaquin Phoenix. Además es capaz de conseguir una narrativa con discontinuidad cronológica que sin embargo no se dispersa, sino que consolida el relato y le otorga matices y fuerza. Esta construcción fílmica se complementa con una historia de dos personajes, de dos mentes más bien, que abarca temas como el psicoanálisis, la pseudociencia, las sectas, la posguerra y sobre todo el estado mental de un país que se quedó eternamente con la mirada de los mil metros.

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