Quentin Tarantino

Vivir en 24 fotogramas cuadrados por segundo

“La diferencia entre Tarantino y yo es que el cine vive en mí, mientras que él vive en el cine.”

Jean-Luc Godard

En uno de sus más conocidos y geniales ataques de ego, Godard dio quizás la definición más precisa para poder comprender y valorar la obra del director de Pulp Fiction (1994). Película tras película, su filmografía parece ahondar con cada vez mayor expresividad en la necesidad de revisitar todas y cada una de las pulsiones cinéfilas que le acompañan desde que tiene consciencia, o al menos desde que pisara por primera vez una sala de cine, si es que en su caso no es lo mismo. Mientras que en sus primeros films el pastiche y las referencias a cierta novela negra residían en el fondo de la construcción narrativa, especialmente desde Kill Bill (2001) están cada vez más presentes en la forma y la puesta en escena. Como si de un DJ se tratara, la música también es fundamental a la hora de reformular sus pasiones, mezcla, homenajea, guiña y agita, pero el estilo resultante sigue siendo único. Tratar de recopilar todo el material que le ha influido sería un trabajo tan fascinante como, al fin y al cabo, probablemente estéril a la hora de definirle. Quentin Tarantino es mucho más que la suma de sus influencias, o sabe jugar mucho mejor con ellas que el resto, también es posible. Llegado el estreno en nuestras pantallas de Django Desencadenado (2012), su esperado primer western, un género que había estado muy presente en su filmografía pero en el que aún no se había adentrado en su totalidad, comprobamos que su capacidad para crear entretenimientos salvajes a partir de sus referentes no funcionaría sin la complejidad y distanciamiento con los que reconstruye la historia (tanto del cine como en este caso de su país) en la que se enmarcan, siendo inmune a toda crítica y controversia posible. Esa misma que en demasiadas ocasiones llena más páginas que el estudio de su obra.

El ejemplo de su anterior film, un arma de artillería pesada tan autoconsciente como Malditos Bastardos (2009), capaz incluso de permitirse matar a Hitler, debería haber sido razón suficiente para no pretender señalar de nuevo una polémica inexistente al respecto de la violencia en su reconstrucción histórica, en esta ocasión afrontando la esclavitud, el holocausto de los Estados Unidos, en palabras del propio Tarantino. Reconozcamos orgullosos que sus películas suceden en el propio cine, donde él mismo habita, por ello su impacto resulta tan poderoso para el espectador, porque procede desde el epicentro de la pantalla grande, a partir del profundo conocimiento de los mecanismos narrativos y de lenguaje, desde la esencia del séptimo arte. Pero del mismo modo, su alcance resulta limitado, fuera de éste contexto sus imágenes no son más que una distorsión de la realidad, sin validez sobre las que arrojar teorías sociólogas acerca de las consecuencias de la violencia, el holocausto o el problema del racismo. Cuestiones que su cine no pretende abordar, no al menos directamente, solo dentro del fotograma, no dejando de ser estos temas una referencia con envoltorio pop más, sobre la que construir una fantasía que clama la venganza poética y romántica de un esclavo que solo el cine puede otorgar. Probablemente la más poderosa e imperecedera de todas.

No malinterpretemos con palabras lo que Tarantino entiende como una diversión en imágenes, muy seria, pero una fiesta al fin y al cabo. Por si el uso tan artificial de la sangre, la caricaturización de los personajes (brillante la secuencia del Ku Kux Klan) o el tono del film no fuera suficiente, en Django Desencadenado también hay pruebas que la hacen pertenecer a su sarcástico universo fílmico por encima del nuestro. Un universo lleno de pequeños detalles que cruzan de película en película su filmografía, el lugar al que pertenecen. El del mismo Tarantino que llegó hasta incluir una pieza anime en Kill Bill, una de su obras más lúdicas, rasgarse las vestiduras a estas alturas solo indica una falta de puesta en común de su filmografía.

Para demostrar que salimos indemnes de la violencia presente en sus películas -distinto caso el que nos puede suceder al respecto de la obra del austríaco Michael Haneke, ensayística y demoledora en sus consecuencias- valga un último ejemplo, que son varios. El propio acto de representación ha sido uno de los límites que Tarantino ha intentado hacernos cruzar constantemente. Tanto la secuencia de la oreja en Reservoir Dogs, el ataque cardíaco de Mia Wallace en Pulp Fiction, el entierro en vida de la novia en Kill Bill, la apuesta del dedo en Four Rooms o la partida de cartas en Malditos Bastardos, dichas situaciones tienen en común una extensión desmesurada del tiempo narrativo que desemboca en un súbito acto de violencia que prácticamente no vemos, y del que, pese a todo, salimos indemnes. Quizás no siempre los personajes en la ficción, pero sí un espectador al que se representa la violencia con claridad, pero en su omisión. El corte de la oreja fuera de plano de Reservoir Dogs, la inyección en el pecho de Mia (que recordamos aunque nunca la vemos), la fugaz sección del dedo en Four Rooms o el tiroteo de Malditos Bastardos. Visto y no visto. Real o irreal, esa no es la cuestión, la única pregunta que surge tras semejantes secuencias es si después de todo nos encontramos dentro o fuera de la pantalla de cine, ¿dónde estamos ahora?

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