King Kong: 80 aniversario

El sacrifico del último gran macho

Se cumplen ochenta años de la ascensión de un descomunal y prehistórico gorila al por aquel entonces edificio más alto del mundo, el rascacielos del Empire State, o estado del imperio, que no es otro que New York, New York, como dice la canción. Un edificio que fue testigo presencial de la caída de una bestia proveniente de un mundo perdido, de la tierra que el tiempo olvidó, arrancada de su jungla oriunda y arrojada a las fauces de la de asfalto, sólo para encontrar el único destino que, desde que hubo posado la mirada en la bella, se sabía posible para él. Pocas imágenes ha dejado el cinematógrafo que hayan pervivido de igual forma en la memoria colectiva. Ocho décadas en las que dinosaurios, lagartos gigantes y tiburones han tratado, sin conseguirlo, de usurpar el trono que por derecho corresponde a la conocida como octava maravilla del mundo. En Revista Magnolia aprovechamos tan magna ocasión para mostrar nuestros respetos y más profunda admiración a tan colosal espécimen: Kong, el rey de las bestias.

Para entender el porqué de una película como King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) hay que remontarse a finales del siglo XIX y comienzos del XX, con la llegada de las primeras películas de monstruos, de las que Kong acabaría convirtiéndose en un referente, sino en el referente. Quizás el ejemplo más claro para refrendar esta afirmación venga de la mano de The Lost World (Harry O. Hoyt, 1925), sobre el hallazgo de una selva brasileña poblada por multitud de dinosaurios, basada en la novela de Sir Arthur Conan Doyle y para la que trabajó Willis O’Brien, experto en efectos especiales y pionero en la técnica de stop-motion, que luego aplicaría para King Kong. Así, por obra y magia de un sistema de retroproyección, el muñeco de Kong, hecho de acero y cubierto con capas de algodón y pieles (y animado fotograma a fotograma) podía compartir plano con las estrellas que la RKO había contratado para la cinta: Robert Amstrong haciendo las veces de Carl Denham, codicioso director que pretende enmascarar la captura de un gorila gigante bajo el pretexto de rodar una película; Bruce Cabot como el capitán del barco que guiará la expedición; y la joven actriz en ciernes Fay Wray, quien llegó a pensar que su paternaire sería Clark Gable al decírsele que actuaría junto al “galán más alto, más moreno y más viril de Hollywood”.

Fue Wray de hecho, o mejor dicho su personaje, Ann Darrow, la que ayudó a hacer de King Kong algo más que una mera película con monstruos. Al margen de un número sustancial de dinosaurios y criaturas prehistóricas que deambulan por la Isla Calavera, la película dirigida a cuatro manos por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack acertó al alejar al monstruo del rol de obstáculo o amenaza que superar para garantizar la supervivencia de los intrépidos exploradores y rematar con la consabida victoria sobre éste. Kong, el último de su especie, es representado como una figura trágica, y poco nos importa que haya surgido a raíz de la destrucción de su hábitat, de experimentos nucleares con resultados catastróficos o de la liberación de la prisión en la que se le contenía, ya fuese bajo el mar o en el espacio exterior, porque lo verdaderamente interesante, lo que diferencia a este gorila humanoide de otras bestias es su capacidad para empatizar, para, como se dice en la película, contemplar el rostro de la bella y saber que está destinado a morir. Cooper y Schoedsack quisieron contar su propia versión del cuento de La bella y la bestia, de la manera menos complaciente, que por otra parte sería sin duda el resultado de que una bestia amase a una mujer.

Dejando de lado innecesarias secuelas y productos de serie B como King Kong contra Godzilla, existen otras dos versiones más del clásico de 1933. La primera es un desafortunado remake de 1976 dirigido por John Guillermin. Al igual que Kong, también el Empire State Building vio su reinado desvanecerse. El World Trade Center pasó en 1972 a gobernar los cielos, y de ahí que el final de esta versión tenga lugar en una de las torres gemelas. Los intereses cinematográficos de la expedición fueron también sustituidos por otros petrolíferos (la crisis del petróleo del 73 estaba reciente) y Jeff Bridges y Jessica Lange compusieron una tórrida pareja protagonista, mito erótico ella para el nuevo Kong.

En cuanto a la computerizada versión de Peter Jackson de 2005, resultó ser una notable revisión de la cinta original, hecha con el respeto que se espera de alguien que proclama que su ilusión por hacer cine proviene del visionado siendo niño del filme original, y de la posterior recreación de éste con una Super 8. Para validar esta actualización del mito Jackson se debió de sentir como ese niño de su pasado jugando y aprovechando todo lo que tenía a su alcance. Pecando quizás de un ligero embarullamiento de criaturas digitales, en lo que respecta a las escenas de Kong con su delicado trofeo hay que reconocer que su mirada es increíblemente cercana (ofreciendo algo nuevo a la vez) a la del filme original.

Como apunte final, hemos hablado de que los responsables de la cinta del 33 adaptaron cierto cuento de caballeros y princesas desproveyéndolo de su final feliz. Lo que también hicieron, quizás sin percatarse de ello, fue establecer a Kong, si se me permite la reflexión, como el primer vaquero cinematográfico ermitaño, intratable, crepuscular en definitiva. En términos de western, podríamos afirmar que cuando el gorila es forzado a abandonar la isla que con toda probabilidad le vio nacer, está emprendiendo, a sabiendas, su última marcha. Porque Kong sabe que va a morir, y esto aumenta enormemente el interés de la narración, al convertir su último tramo en una reflexión casi filosófica sobre el abandono del hogar en pos de un viaje del que sabe no va a regresar, por el que será derrotado pero no sin antes haber cumplido su propósito de proteger lo que más anhela. La bestia perece, pero el espíritu resiste, porque, en última instancia, no han sido los aviones los que han podido con él, ha sido la belleza la que ha acabado con la bestia. La mujer que mató a King Kong, el gorila de la selva que se enfrentó sólo ante el peligro. El sacrificio, porque no puede ni debe entenderse de otra manera, del último gran macho.

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