Tabú

Saudade del edén

Dividida en dos mitades claramente diferenciadas pero con vasos comunicantes entre sí, al igual que el film que Murnau y Flaherty comenzaron a rodar en el pacífico sur a finales de los años veinte, el otrora crítico portugués Miguel Gomes proyecta en Tabú (2012) una mirada cargada de añoranza, mitificadora de un cine que ya no existe, que quizás ni siquiera existió y tan solo es fruto de la distorsión de nuestro envilecido recuerdo.

La primera mitad (Paraíso perdido) está situada en una gris Lisboa contemporánea, mientras que en la segunda (Paraíso) regresamos décadas atrás, con todo el poder del mejor blanco y negro, a un romance imposible que tiene lugar en las colonias portuguesas de mediados de siglo XX. Ambas pronto descubriremos comparten protagonista femenina, y aunque este segundo tramo sea el que a la postre se desvele fundamental y fascine por su recuperación de la emoción silente, un juego que de maneras opuestas procuraban The Artist y Blancanieves, y del que Tabú también se diferencia, resulta incluso más intenso el primer fragmento, en el que asistimos a una película que se niega a ser contada. Este inicio es el epílogo que nunca habríamos visto, los restos que deja el poder del cine a su paso por la vida, un contrapunto anclado en la realidad que irónicamente nos sirve para presentar lo que ya no son los personajes y lo que perdieron en el pasado, aquello que ahora solo podemos comprender desde su reconstrucción cinematográfica.

La relación entre una anciana, su criada y la vecina, dispuesta entre rezos, soledades, conversaciones en casinos y películas en una sala de cine, arroja incluso mayor melancolía que aquella historia de amor. Y es que ya no queda en esas vidas más por lo que emocionarse que el placer por la ficción; la vecina, creyente pero desengañada, va al cine (¿quizás a ver la segunda parte de la película?) y la criada lee Robinson Crusoe en soledad, mientras que Aurora, la anciana protagonista, espléndidamente interpretada por Laura Soveral, disfruta distorsionando el recuerdo mismo, haciendo de su vida una ficción con sospechas, dramas familiares y un pasado por desvelar. Aún sin descenso de escaleras mediante, su áurea no queda tan lejana de la de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950).

Como si en ocasiones se tratara de un musical pero de una sola melodía, el Tú seras mi baby de Les Surfs se adueña de la película desde la primera vez que suena (precisamente a través de una pantalla de cine, no es casualidad esta conexión), iluminando con su reflejo un paraíso perdido, ese que se aloja a través del calor del sonido de una vieja canción. Se le podrá achacar cierto ensimismamiento, pero Tabú devuelve al cine el placer por el recuerdo, nos cobija y ofrece un lugar anclado en el tiempo donde quedarnos, sentados junto a un viejo tocadiscos o frente al haz de luz de la gran pantalla, donde las historias de amor que ya no pueden ser contadas, por fin, vuelven a cobrar vida.

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