Upstream Color

Upstream Color (2012) es una de esas cada vez más numerosas películas de las que no se puede hablar sin comentar su modelo de distribución. Se llevó el Premio Especial del Jurado en el último festival de Sundance, donde dio mucho que hablar cuando Shane Carruth, que firma el guión, la dirige y es uno de los protagonistas, anunció que él mismo se ocuparía de distribuirla. Uno de esos casos que la prensa ya califica como DIY (Do It Yourself), en nuestro país hemos visto hacer algo parecido a Paco León. Así se presenta la segunda obra del autor de Primer (2004), cinta de culto que abarató los viajes en el tiempo: un presupuesto de 7000 dólares para una historia de ciencia ficción y dilemas morales. Menos del 1% de lo que costó producir, por ejemplo, Regreso al futuro (1985).

Dice Carruth que él solo hace lo necesario para poder hacer sus películas con libertad e integridad, nunca con el propósito de hacer dinero (no más que el suficiente para seguir autofinanciándose). De hecho, muestra en sus entrevistas una obsesión por el hecho de contar historias, muy curiosa para el director de dos películas tan alejadas de la narrativa convencional. Ya sea a través de la elipsis en su debut, o la fragmentación en su nueva película, sus montajes escapan de la mayoría de las reglas del cine comercial en cuanto a estructura y forma. Primer necesitaba de un segundo visionado para entender qué había ocurrido en ese espacio invisible creado en la sala de montaje, era un relato que jugaba a ocultar más de lo que mostraba, y Upstream Color es un relato que va más allá de su historia para mostrar lo que esta no quiere contar. Y es dudoso que con solo dos visionados uno haya procesado toda la información que hay en cada uno de sus planos.

Es difícil resumir su premisa, cuando la propia película la establece solo como una excusa para desarrollar los temas que realmente interesan a Carruth. Todo empieza cuando Kris (magnética Amy Seimetz) es secuestrada por un desconocido que le introduce una larva en el cuerpo para controlar sus actos sin oposición alguna. Tras hacerle firmar unos papeles por los que renuncia a todas sus pertenencias, el secuestrador la abandona, en busca de otra víctima a la que saquear. Es entonces cuando Carruth se centra en el tema principal: cómo la joven tiene que rehacer su vida y su identidad tras una situación traumática. Para ello, narra una relación extraña e incómoda entre la chica y un desconocido, Jeff (el propio Carruth), un amor visceral y atormentado marcado por el trauma. La película muestra una interesante reflexión sobre el devenir de las relaciones: dos individuos se descubren el uno al otro y, mediante una atracción irracional e inexplicable, acaban convirtiéndose en un mismo ente. Uno de los mejores momentos de Upstream Color muestra a unos confundidos Kris y Jeff en diferentes ciudades compartiendo recuerdos, sin aclararse en si estos son de él o de ella.

Las dos grandes bazas de Carruth son el montaje y una banda sonora (también firmada por él) a la que parece supeditarse. Aunque hubo espacio para la improvisación, sorprende leer que el director afirma haber tenido planificada y en storyboard la mayor parte de un montaje lleno de fragmentos, primeros planos y planos detalle, imágenes contemplativas y escenas cotidianas impregnadas de naturalidad. Aunque sería muy difícil conseguir un ritmo tan coherente y progresivo de otra manera, cargado de planos con más información de la que, en un principio, uno puede extraer. El resultado es una especie de reloj suizo musical: la mezcla de ciencia y arte que se materializa también en uno de los personajes del filme, un granjero, especie de biólogo y técnico de sonido que juega un importante papel en la historia. Papel solo revelado por los detalles en segundo plano, nunca por las palabras, y pocas veces por las acciones. Así es la narrativa de Shane Carruth: difícil, elusiva, pero llena de contenido y fluidez. Su cine afronta con nuevos puntos de vista los temas de la ciencia ficción. Que no tarde otros 9 años en hacer otra película.

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