Cada fotón es una onda y una partícula y mirar al sol con cuarenta años apenas se parece a la primera vez que lo miraste con quince. Esa onda se atasca en las arrugas de los ojos y en los cartílagos duros de cada extremidad y avanza con cierta dificultad por tu piel y entre las circunvoluciones del cerebro.
Porque todos miramos al sol por primera vez con quince años. Y el sol no era un disco brillante en el cielo, sino el reflejo en un rizo rubio o en un iris verde o en una mejilla con pecas. Cuando tienes quince años, los fotones son recién nacidos y vienen con un regalo bajo el brazo; se paran a beber en la orilla del río y te traen un poco de agua fresca entre sus dedos. Y esa agua fresca se llama ilusión. Quizás tu madre te quiere cerrar las persianas y el propio sol, a veces, se oculta tras montañas imposibles y nubes coaguladas; pero quieras o no, al final siempre sale y siempre te ilumina.
Cuando estrenó Las Vírgenes Suicidas en 1997, Sofía Coppola acababa de cumplir 28 años, pero sus ojos tenían la mirada sencilla, simultánea y compleja de mis quince. Porque la mirada de Sofía Coppola es sencilla: ve lo que ve y oye lo que oye y huele lo que huele y siente lo que siente; y filma lo que ve y oye y huele y siente.
Con quince años quieres creer que todo es muy complicado. Que la vida es un castillo medieval en lo alto de un risco al borde de un mar embravecido; y que tus músculos son débiles y no tienes las botas ni las cuerdas para poder asaltar la muralla. Pero entonces llega el día siguiente, la mañana siguiente; un lunes, puede que un jueves. Y con la mañana llega el sol. Y con el sol llega el agua fresca que es una batería en medio tempo, un sencillo medio tempo; la luz es un arreglo de violas y cellos en acordes ininterrumpidos; y cada golpe de la brisa en la cara es la voz de Gordon Tracks susurrándote que tú –tú– eres su sabor favorito.
Y a ti te da igual tu madre y las persianas y las montañas imposibles y las nubes coaguladas y que Kirsten Dunst no te mire como tú –tú– la miras. Porque tienes quince años y, en cada compás, las ondas y las partículas se arremolinan en el sol, que te recuerda que esa mañana, en un recreo infinito, tus manos temblarán como dientes de león en el aire y el aire te devolverá algo que aún no entiendes y que aún tardarás bastante en conocer de verdad, pero que se llama amor.
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