Abdellatif Kechiche

Abdellatif Kechiche (Túnez, 1960) es un director atípico. Tan atípico que ni siquiera es director por vocación, sino porque allá en los lejanos ochenta, él, joven y apuesto tunecino, prometedor actor de teatro y más tarde de cine con una presencia incomparable, sólo recibía papeles de “árabe” para interpretar a maleantes, drogadictos, camellos y demás estereotipos, que no sólo no tenían ningún tipo de interés interpretativo para su talento, sino que además le molestaban profundamente. ¿Os suena el joven que dejó el cine en La vida de Adèle porque sólo le llegaban papeles de terrorista?

La escurridiza

Así que decidió ponerse detrás de la cámara, contar historias de ficción que miran a la realidad, haciendo visible lo que algunas veces no se ve. Pero siempre desde una manera personal y tremendamente propia. A Kechiche no le interesa lo que le interesa a los demás, aunque ponga la cámara en el mismo sitio, pocas películas tratan la inmigración, la juventud o la educación como lo hacen sus películas. Un cine sin complejos, sin estereotipos, transparente y visceral, huyendo del cine político aunque su cine siempre deje un poso de reflexión en la sociedad francesa. Ya lo hizo con La escurridiza (2003) mostrando una Cité de Banlieu sin apenas conflictos, revelando una Francia mestiza y orgullosa de todas sus raíces. O en La vida de Adèle (2013), donde nos regala una de las historias de amor más bonitas, pasionales y mejor descritas en años, capaz de captar el amor y la pasión de una manera tan pura que es imposible no sentirse reflejado. De alguna forma, parece que hablara directamente a esos millones de franceses que luchaban para que la libertad no fuera para todos:  “Eso que sienten ellas, lo has sentido tú, y es el mismo sentimiento”.

El estilo personal de Kechiche no se define por su estética visual. Su estilo, su marca, es esa forma de acercarse a lo que nos rodea siguiendo la estela de Renoir, Rozier o Pilat. Aunque decir que Kechiche no tiene una estética propia quizás es también faltar a la verdad, porque aparte de unas filias bastante repetitivas en todas sus películas, su estilo como director se va puliendo y definiendo como su predilección por largas escenas o por el uso de la elipsis argumental, que sin duda puede descolocar al espectador menos avezado. Un ejemplo claro se encuentra en La vida de Adèle, donde pasamos del parque a la cama sin intermedios, y a la vez nos regala largas conversaciones banales alrededor de un plato de comida. Lo primero, a pesar de la impresión que produce, es un camino que no recorre por innecesario, evidente y  predecible, mientras que lo segundo va creando una simbiosis entre Adèle y el espectador imposible de evitar. La mayoría de estas técnicas ya fueron usadas en Vénus noire (2010), obra compleja donde las haya y que sirvió a Kechiche, sin duda alguna, como proyecto previo necesario antes de abordar La vida de Adèle.

Vénus Noire

En Vénus Noire los planos son igual de cerrados y cercanos sobre Yahima Torres (cuya actuación es igual de portentosa que la de Adèle Exarchopoulos, aunque por desgracia haya acabado en el ostracismo) durante largas escenas en que la cámara abraza su cuerpo. Su cuerpo fuera de lo común es analizado, estudiado, examinado hasta la extenuación por médicos, biólogos, periodistas, por burgueses en grandes salones y por el pueblo en ferias de freaks. Tras dos largas horas de visionado, la sensación que deja en el espectador es de repudio. La forma de grabar de Abdel, su forma de adentrarnos en su vida, nos ha convertido en los mismo voyeur que la película señala y crítica, provocando sin duda, un rechazo como espectador bastante insólito. Algo que vuelve a conseguir con esa larga y pasional escena de La vida de Adèle, en donde tenemos antes nosotros la prueba más profunda de amor que se pueden dar, escena bellamente ejecutada como pocas, y aun así es imposible no sentirse incómodo al estar presentes en un momento de tanta intimidad.

Pero esta forma de retratar el cuerpo femenino y el deseo no es nueva. Kechiche se ha adentrado en varias ocasiones en la exhibición del cuerpo femenino. Al igual que podemos encontrar en el resto de su obra el placer y la pulsión sexual desenfrenada de sus protagonistas, vislumbramos todo lo contrario, la absoluto desgana tan alejada del placer y el deseo que produce en Vénus Noire.  Kechiche da en sus películas la misma importancia al sexo que se lo damos el resto, motor de las relaciones entre personas, obviando el pudor y el decoro. En menor medida, presenta diversas reiteraciones en su obra: Personajes femeninos fuertes, viscerales, que buscan afirmarse y conseguir su independencia y libertad; El amor que siente hacia el teatro y Marivaux; la importancia de comer y de la comida, del determinismo de las clases sociales y de la educación en la formación del individuo, además de su costumbre al apostar por un casting semi-desconocido, descubriéndonos a grandes actrices como Forestier, Herzi o Exarchopoulos.

La vida de Adèle

Kechiche ha demostrado una imparable evolución como creador, cada trabajo es mejor que el anterior, más complejo, rico y pesado en la mente del espectador. Su personal estilo para contar historias, su visión de la realidad llena de matices y su dura (y polémica) dirección de actores lo han puesto en el centro de opinión de este año cinéfilo que acaba. Aún tendremos que esperar para ver cómo será su siguiente proyecto, pero hasta entonces tenemos una oportunidad inigualable para descubrir una de las filmografías más brillantes e interesantes de lo que llevamos de siglo.

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