De la B a la Z: Kárate a muerte en Torremolinos

Corría un anodino mes de marzo en la capital malagueña y ya empezaba a hacer calor. Era fin de semana, un fin de semana adolescente, de unos 14 años de edad concretamente. Sábado de desidia que en un mundo fílmico podría haber sido un hito en el desarrollo de nuestro carácter: alguna excursión a través de ríos y valles, un cadáver, amistad, violencia y sobre todo descubrimiento personal. En definitiva, una fecha clave en nuestro tránsito de la adolescencia a la edad madura. Pero estábamos en Málaga y todas las zonas verdes ya estaban más que investigadas. Si había algún cadáver con el que contar una gran aventura, otro grupo de chavales se nos tenía que haber adelantado.

Pertrechados con el billete de 10 euros de rigor nos dirigíamos a las zonas claves de esparcimiento dispuestos a deleitarnos (o a que alguien nos deleitase) con una buena película. No pedíamos mucho, pasar la tarde en un asiento razonablemente cómodo y gozar de las virtudes hollywoodienses para entretener y agradar. Lo del espíritu crítico vendría después, supongo.

El grupo era lo suficientemente grande como para que no hubiese un quorum inmediato sobre lo que íbamos a ver; más aún teniendo en cuenta la particular sequía que, según nuestro punto de vista, afectaba a la cartelera en aquellos momentos.

Pero en un céntrico y vetusto cine del casco histórico un curioso título llamó nuestra atención: Kárate a muerte en Torremolinos. Ahora se me hace difícil dilucidar quién fue más valiente, si nosotros por meternos a ver de qué se trataba todo aquello, o el mencionado cine por proyectarla durante más de una semana. Como suele pasar en estos casos, resulta bastante complicado mantener al grupo unido y motivado. Siempre hay alguien que prefiere la comodidad, no entrar en la casa encantada por si ocurre algo, permanecer fiel al poder, perecer en esa zona de confort con la que se llenan la boca los cada vez más numerosos “coaching”. Pero el cielo solo pertenece a los que se arriesgan y abandonan su zona de confort cinéfila.

Algunos se marcharon a un centro comercial, al calor de El imperio del fuego (Rob Bowman, 2002). ¿Qué iban a ofrecerles? Dragones y Mattew McConaughey. ¿Qué se estaban perdiendo? Según el cartel de nuestra película: Zombis karatekas, surferos católicos y vírgenes adolescentes. Casi nada.

La disposición en la sala de cine se ajustaba a los cánones de nuestra cuadrilla: una segregación sexual instintiva que obedecía a códigos no escritos de un puritanismo amish impropio de la explosión hormonal que nos tocaba experimentar. Supongo que eramos unos críticos en potencia de Cahiers du cinema y necesitábamos concentración absoluta para alcanzar el nirvana cinemanatográfico. La otra explicación, mucho más honesta, es que eramos unos pardillos.

Las luces se apagaron, el proyector se puso en marcha, y a partir de ese momento, todo cambió.

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Horror, desolación, vergüenza, ridículo. Tampoco teníamos muchas formas de describir lo que sentimos al no haber gastado aquel dinero en tabaco, costo, o lo que hiciesen los adolescentes enrollados cuando gozaban de independencia económica.

No sé si en aquel momento reímos o lloramos, pero nadie volvió a hablar de aquello. Pasaron los años y llegó la ansiada madurez. Seguía siendo un pardillo y la gente guay supongo que ya habría cambiado a las drogas sintéticas (o al coaching). Pasando canales otra tarde sin alicientes me topé de nuevo con Kárate a muerte en Torremolinos, y haciendo de tripas corazón contra traumas de otra época la vi entera, de principio a fin. Fue ahí cuando me di cuenta de que, o había madurado, o era definitivamente tonto, pero lo cierto es que algo había cambiado.

Descubrí entre otras cosas que esta película por fin ponía al descubierto algo que la iglesia católica había obviado desde tiempos inmemoriales, silenciados los escritores de textos sagrados, extorsionados los traductores, engañados los creyentes. Desde los albores de la humanidad, o quizás desde la llegada del primer turista a la costa del sol, el cristianismo y el surf habían sido uno. Padre, hijo, tabla y espíritu santo.

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Los surfistas de la gloriosa hermandad de surfistas católicos, unidos contra el desmadre sexual contemporáneo, son los únicos capaces de hacer frente al mal que acecha a las costas de Torremolinos. El poder de las olas y la castidad (hasta los 21) son los dos superpoderes que les permitirán hacer frente al maléfico doctor Malvedades, un señor argentino con bigote que está decidido a dominar la tierra despertando monstruos mitológicos y sacrificando vírgenes adolescentes. Bueno, vírgenes que estén practicando sexo por primera vez el momento de la captura. Aquí lo tenéis en los Baños del Carmen, localización ineludible para miles de estudiantes de Comunicación Audiovisual malagueños y aspirantes frustrados a cineastas, marco incomparable para bodrios de toda índole, bailongo y cantarín todo él, en uno de sus sacrificios al altísimo Satanás.

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Pero Malvedades no está solo. A su lado pelean unos legendarios zombies karatekas de ultratumba que aterrorizan a la población de Torremolinos. Muertos vivientes que nada tienen que ver con la concepción primigenia de los zombies controlados por vudú, y menos aún con la invención del zombie antropófago de Romero. Estos son, más bien, cinturón negro en kárate, con el plus de que cuando se cansan de pegar mamporros te pueden comer.  Ni siquiera el poder místico del catolicismo surfista es suficiente para doblegar semejante poder infernal. Necesitan el consejo de un maestro atrapado en la eternidad. Un maestro de la Serie B y del kárate: Jess Franco.

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Sí, estoy eludiendo muchos detalles de la trama y reconozco que es díficil hacerse una idea de lo que ocurre en este mundo imaginario de corrupción urbanistica si no se ve toda la obra de Pedro Temboury de cabo a rabo, pero uno de sus muchos incentivos es la banda sonora que ya os habrá ido deleitando a través de la lectura de este despropósito. Las canciones de Jorge Explosión, además de ese toque garage-surf que no podría encajar mejor con la temática del film, ejercen una función didáctica imprescindible para un espectador que por momentos puede quedarse desconcertado  ante la contínua catársis de imágenes oníricas.

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El objetivo último es conquistar el mundo, pero para ello los zombies karatekas no son suficientes. El ritual mágico de Malvedades tiene por objetivo despertar de las profundidades del mar al monstruo Jocántaro: un engendro mitad pulpo mitad centollo que dormita desde tiempos inmemoriales esperando su momento de gloria.

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Si Kárate a muerte en Torremolinos se hubiese rodado en Nueva Zelanda con dinero de Spielberg y Peter Jackson, probablemente Jocántaro sería un monstruo de 15 metros creado con los efectos digitales más punteros, 3D y captura de movimiento. En el seno de la serie Z malagueña, Jocántaro es un señor en mallas, con una boya por cuerpo y tentáculos de papel maché (si el lector es lo suficientemente valiente como para buscar “jocántaro” en google imágenes, Revista Magnolia no se responsabiliza de los traumas que pueda producir su visionado).

Aquél céntrico cine sigue en pie, proyectando títulos en versión original que no se encuentran frecuentemente en las grandes superficies. Ese afán por lo independiente (quizás sería más acertado hablar de lo marginal) ya tenía su germen diez años antes. La revista Fotogramas dijo de Kárate a muerte en Torremolinos que era la peor película estrenada en una sala de cine. Cuando Jocántaro regrese una vez más al mundo de los vivos, se darán cuenta de su error.

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