Joel & Ethan Coen: Filmografía

Bienvenidos al particular mundo de Joel y Ethan Coen, cuya obra se considera como uno de los picos creativos más personales de la cinematografía norteamericana reciente, pero de la que todavía creemos continúan misterios por desentrañar. Con la participación de un gran número de colaboradores aportando su voz, nos proponemos adentrarnos en la filmografía de los hermanos Coen a raíz del estreno de su último y fantástico film, A propósito de Llewyn Davis, con el que iniciar a lo Ulises un recorrido que nos llevará desde el medio-oeste americano a los principales géneros clásicos. Quién sabe si encontraremos sirenas o algo más por el camino.

Sangre fácil

La estrella solitaria

Escrito por Pablo Vigar

Al igual que la de tantos directores coetáneos que crecieron y desarrollaron su afición por las películas al amparo del videoclub, la filmografía de los hermanos Coen se caracteriza por el reciclaje de temas y géneros que la industria del cine ya había tocado con anterioridad. Su cine ofrece muestras de la screwball comedy, el slapstick, o, de forma especial y reincidente, el noir, género inmediatamente anterior al thriller, de mucho más calado y elegancia.

El debut de Joel y Ethan Coen con Sangre fácil (Blood Simple, 1984) es uno que vertebra toda la carrera posterior de los realizadores. Los malentendidos y la ironía como cruel compañera de infortunios orbitan en torno a un relato criminal que, valiéndose de unos pocos elementos e ideas visuales y, sobre todo, sonoras, coloca la primera piedra sobre la que habría de seguir armándose la carrera de los directores y guionistas.

Con Frances McDormand a la cabeza, que a la postre acabaría convirtiéndose en musa de los hermanos, la narración orbita en torno a las sospechas de un regente de un bar en el corazón de Texas hacia la posible infidelidad de su mujer, –McDormand, en el papel de femme fatale en tanto que es la responsable en apariencia inofensiva de arrastrar hacia la adversidad a los que están a su lado– y la consecuente contratación de los servicios de un detective privado, interpretado con maestría por M. Emmet Walsh, para que investigue el asunto. Como acabaría por suceder en el resto de la filmografía de los hermanos, la gravedad del absurdo interviene para enredar las cosas y el humor y el cine se visten de negro para ofrecer un primer contacto sencillo pero nada simple con el estilo que habrían de propagar en futuros encuentros con sus historias y personajes.

Arizona Baby

La autoridad del nervio

Escrito por Andrés Galán

La filmografía de los hermanos de Minnesota ha venido oscilando desde Sangre fácil (Blood simple, 1984), su lúcida y reconocida ópera prima, entre la sobriedad y el nervio. La ponderación y el freno constituyen los tonos ocres de Muerte entre las flores (Millers Crossing, 1990) y los panoramas nevados de Fargo (1996). Una sobriedad que se ha venido prolongando como seña de identidad a lo largo de una carrera que alcanzaría su máxima cota de expresión en No es país para viejos (No country for old men, 2008). Si por algo se caracteriza el cine de los Coen, es por la dicotomía que divide su filmografía entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Si bien es necesario conceder superioridad al comedimiento y la moderación, el nervio, como un dios juguetón, esencia íntima de la creación, no ha dejado de colarse, cuando no domina la mayor parte de la narración, entre los intrincados y complejos mecanismos argumentales de sus obras.

La historia de Hi y Ed es un arrebato persecutor en el que el movimiento y la vitalidad aparecen para apoderarse de una cámara casi siempre desquiciada. Una película que reflexiona sobre la importancia de la familia en el american way of life y que a través de una cuidada galería de tipos, lanza los  dardos necesarios (casi siempre envenenados), a una cultura, la del norteamericano medio, dispuesto a cometer cuantas estupideces sean necesarias en aras de la felicidad. El escarnio con el que los Coen han ensangrentado América, comenzaba con Arizona Baby, un viaje que hasta hoy, se ha presentado inconcluso pero rico en paisajes y ciudades. Una mofa despiadada que no tiene ningún reparo en presentar al sujeto americano, y por ende, al ser humano en su globalidad, como un error inútil y ridículo. Paradójicamente, Arizona Baby resulta la película más humanista de los Coen. Tanto Hi como Edwina son dibujados con una compasión poco habitual en la filmografía de los cineastas; propicios, la mayor de las  veces, a dejar en la cuneta a casi todas sus criaturas.

El nervio, en este caso, no consigue tumbar al bueno de Hi por mucho que las circunstancias se empeñen en quemarlo, apalearlo o encarcelarlo. Que Hi afronte los avatares de la existencia en los mismos desiertos por los que el Coyote preparaba sus trampas, afanoso, con la ilusa esperanza de atrapar al Correcaminos (mic, mic) no resulta baladí si tenemos en cuenta la principal inspiración de los Coen a la hora de concebir el film: Chuck Jones y la animación clásica de la Warner. Tal vez por eso, es en Arizona Baby donde el nervio se apodera más que nunca de la imagen. Este ímpetu, el mismo con el que Tom y Jerry recorrían las diferentes estancias del clásico hogar norteamericano, ya se dejaba ver en algunos de los travellings vertiginosos de Sangre fácil y en muchas de las secuencias de El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994). Nada tiene que envidiar la famosa persecución en la que Nicolas Cage es perseguido por una jauría de perros en celo, a las por otro lado, catastróficas y fastidiosas escenas de acción perpetradas por el Hollywood contemporáneo. El nervio suele coincidir además, con la colaboración que los Coen mantuvieron con Barry Sonnenfeld, director de fotografía de todas sus películas hasta Barton Fink (1991), donde sería sustituido por el británico Roger Deakins. Sonnenfeld atribuía el nervio de la cámara a su condición de hijo único. El nervio como recurso para llamar la atención del espectador y como opción estética. El nervio como reflejo de una época,  la de la administración Reagan, que parecía ascender como un cohete fuera de control y que tiempo después explotaría, como explotaba también la dinamita marca ACME.

Muerte entre las flores

El material con el que se fabricaron los sueños

Escrito por Pablo Vigar

“Just a dream. I was walking in the woods, don’t know why. The wind came up and blew my hat off.

And you chased it, right? You ran and ran and finally you caught up to it and picked it up but it wasn’t a hat anymore. It had changed into something else – something wonderful.

No. It stayed a hat. And no I didn’t chase it. I watched it blow away.

Nothing more foolish than a man chasing his hat”

 

Desde el momento en que rodaron el que se convertiría en su debut cinematográfico, Sangre fácil  (1984), quedó patente que la relación de los hermanos Coen con el cine negro no podía quedar ahí. Esa primera toma de contacto con el género de tipos silenciosos, mujeres malditas, crímenes y castigos supuso el inicio de un vínculo que a lo largo de su filmografía siempre se ha mantenido vivo. Ya fuera en el nevado paraje de la ciudad de Fargo, Dakota del Norte, en Fargo (1996), en la barbería en blanco y negro de Ed Crane en El hombre que nunca estuvo allí (2001), o hasta revistiendo de este color otro de los géneros capitales como es el western en No es país para viejos (2007), el negro, o noir, –o incluso neo-noir, por el lugar que ocupan sus cintas en el tiempo, pasada ya la eclosión, el auge y la inevitable caída del género– siempre ha tenido relevancia en la carrera de los hermanos.

Con todo, si hay un título a destacar dentro de esta corriente, por temas, personajes, situaciones y períodos, es el de Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990). Situando el relato durante la era de la Prohibición, la trama gira en torno a dos caudillos rivales en una ciudad indeterminada de los Estados Unidos, y sus irresolubles conflictos. En mitad de esta vorágine, siendo salpicados por los tejemanejes de los poderosos, Tom Reagan (Gabriel Byrne), confidente y consejero de uno de los jefes, el Tom Hagen de su particular padrino; el corredor de apuestas Bernie (John Turturro); y la hermana de este y femme fatale del relato, Verna (Marcia Gay Harden). Si al debut cinematográfico de los hermanos podía aplicársele la etiqueta de neo-noir sin excesiva discusión, aquí nada nos impide, echando un vistazo al paisaje de gangsters, pistolas, corrupción, chantajes políticos, largas gabardinas y sombreros calados, ignorar su marco temporal real y dejar caer el neo, colocando la cinta directamente en el estante de su categoría madre.

La escena del asalto a la casa del jefe mafioso, interpretado por Albert Finney metralleta en mano, con una templanza admirable mientras su casa es consumida por el fuego; la redada y posterior tiroteo a la casa irlandesa, con Sam Raimi a la cabeza en forma de cameo; o las diferentes ejecuciones a quemarropa durante el metraje, son magníficos ejemplos de la unión entre el estilo de los Coen y las convenciones del género. Uno que aquí viene directamente influenciado por muchos de los escritos del autor norteamericano Dashiell Hammett, creador entre otros del emblemático personaje del detective abonado al noir Sam Spade. Los personajes secundarios, también en línea con el trabajo de los hermanos, reciben un tratamiento que escapa siempre a la unidimensionalidad. La banda sonora es además prodigiosa.

Pero no sólo formalmente Muerte entre las flores es una digna continuación del espíritu de este tipo de cine, uno que parece, como el western, que nunca acaba de irse del todo. Es, sobre todo, en el afligido y recio personaje de Gabriel Byrne donde descansa la idiosincrasia del mismo. Más allá de su aspecto físico o de su perfectamente imperfecta relación, como no podía ser de otro modo, con la mujer fatal que interpreta Gay Harden, es la obsesión  por el sueño, entendemos que recurrente, referido en la conversación arriba citada la que lo equipara a nombres como Bogart, Mitchum o Cagney: figuras que, a sabiendas de entender que no hay nada más estúpido que un hombre persiguiendo su sombrero, entienden que no son nada sin él.

Barton Fink

Dentro de la compleja mente de un creador

Escrito por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)

Barton Fink (1991) es el cuarto largometraje de los hemanos Coen y, sin duda, uno de sus filmes más densos e irónicos, no sólo por el uso de un humor refinado con sarcásticos diálogos sino porque en él se expone una reflexión de primer nivel sobre la complejidad del proceso creativo.

El personaje de Barton Fink (John Turturro), un prometedor director de teatro de Nueva York que es reclutado por Hollywood para escribir el guión de una película de género, es el epicentro de una afiladísima crítica a la industria cinematográfica americana de los años 40 (igualmente aplicable a la actualidad) en la que el dinero es el motor principal (y aparentemente único) que mueve la producción cinematográfica. Barton Fink intenta trasladar su universo creativo al guión, pero se da de bruces contra la ineptitud de los directivos y productores, que ven en su propuesta un distanciamiento del camino seguro del éxito, basado en la fórmula de consumo masivo de fácil digestión. Interesa el talento como firma diferenciadora de productos en masa, no por el talento en sí.

Pero los Coen van más allá para mostrarnos la complejidad y aleatoriedad de la mente creativa, introduciéndose en la cabeza de Barton Fink y recurriendo a la simbología para representar su caprichoso proceso creador. Así tenemos la propia mente de Barton Fink -su prisión creativa-, representada por una habitación de un hotel de tres al cuarto en la que las paredes de papel se resquebrajan a medida que el universo creador del guionista se desmorona. La mente en blanco (gafas sobre la almohada), la soledad y onanismo (manchas en la pared y cuadro) y los miedos (los largos pasillos del hotel, las sombras, los ruidos) también hacen su aparición en la atormentada mente del protagonista.

En la vida de Barton Fink aparecen también tres personajes claves (con su parte real y simbólica): W. P. Mayhew, el ebrio escritor interpretado por John Mahoney (en clara alusión a Faulkner, que curiosamente, al igual que Fink, fue contratado por Hollywood para escribir el guión de una película sobre boxeo) que actúa como modelo e icono del guionista; la secretaria de Mayhew, Audrey Taylor (Judy Davis), que representa la musa inspiradora (con la que tiene un idilio en su fase más creativa, pero que acaba en final trágico); y, sobre todo, su vecino de habitación Charlie Meadows (John Goodman) que representa su conexión con la vida real, con sus bondades y maldades, sus ilusiones y decepciones.

Todos estos elementos se combinan a la perfección -junto con la atmósfera agobiante a través de objetivos angulares y saturación de colores creada por Roger Deakins-, para dar forma, de manera paralela, a una historia policiaca de cine negro, con crímenes, enredos y personajes decadentes (tan característica de los Coen), de final surrealista en la que lo real y lo ilusorio se entremezcla. Igual que la distancia entre la expresión artística y el compromiso con lo vivido, de ahí la necesidad de aferrarse a las experiencias propias para generar un discurso sostenible, sincero y carente de vacío.

El gran salto

La sutil forma de la parodia

Escrito por Andrés Galán

Las postrimerías del siglo pasado dieron origen, posiblemente motivado por una herencia que se remonta a los inicios de la cultura de masas y a la reproductibilidad técnica de la obra artística, a un imaginario que se presentaba con la capacidad de carcajearse al unísono (quien sabe si como un ejército zombi), ante las de-construcciones paródicas y deformadas que los propios mitos dejaban tras ellos. Así, y una vez aglutinado de imágenes el disco duro de la memoria, apareció un espectador capacitado para apreciar un chascarrillo que, lejos de resultar aberrante, anteponía el guiño a la burla. A la ocurrencia sobrevivía el homenaje, el cual presuponía por parte de dicho espectador, la asimilación de unos códigos genéricos arraigados en lo más profundo de la cultura popular. Naturalmente sigue siendo frecuente -y cada vez resulta más amarga- la proliferación de títulos como Casi 300 (Jason Friedberg & Aaron Seltzer, 2008) o la laureada Scary Movie (Keenen Ivory Wayans, 2000), seguida de todas y cada una de sus prescindibles secuelas.

La parodia es siempre una perversión. Una oda satírica que ridiculiza y vampiriza otra obra de arte. Un género eminentemente meta-cinematográfico. A diferencia de la sátira política, la mímesis que tiene su base en la repetición de la obra artística no se presenta necesariamente como crítica o mofa. Al contrario, si existe una parodia que se muestre condescendiente y respetuosa, ésa no es otra que la cinematográfica. Lejos queda hoy Aterriza como puedas (Jim Abrahams, David Zucker, Jerry Zucker, 1980) o Top Secret (Jim Abrahams, David Zucker, Jerry Zucker, 1984), las llamadas “piedras fundacionales”. No solo los Zucker construyeron lo paródico. También Woody Allen supo desarrollar una representación que tal vez por no abusar del gag, se diluía en la generalidad de la comedia. Películas como Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1972) o El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974) poseían el suficiente matiz referencial como para ser incluidas dentro de la parodia.

El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994) forma parte de ese grupo de películas que difícilmente habrían existido sin un referente cuyas reglas no estuviesen hoy claramente delimitadas. En el caso que nos ocupa, la Screwball comedy y gran parte del cine de Frank Capra. Los Coen se nutren de las sofisticadas comedias de la década de los cuarenta para construir una cinta difícil; con una extraña habilidad para descolocar al espectador. Esta dificultad no proviene, como es lógico, de su premisa argumental, sino de un tono que acaba por provocar la desorientación y el desconcierto.

Si no tomamos El gran salto como una gran broma, la película se nos aparece incatalogable. Tal vez por eso, es una de las cintas menos aplaudidas de los Coen. Una película que fue producida por Joel Silver y que gozó, además, de un presupuesto desorbitado. Uno de los principales problemas que exhiben las películas de los hermanos de Minnesota es su falta de señalización. El espectador ignora la intencionalidad de los cineastas. Los Coen exigen una complicidad que cuando no es correspondida, se torna en infortunio. Nada hay más deprimente que un chiste incomprendido o, lo que es aún peor, un chiste que requiere de explicación. El gran salto adolece de esa falta de entendimiento entre objeto y sujeto. Y es una pena, porque se trata de una cinta que deslumbra en su concepción visual y en el sutil tratamiento de la parodia. Una broma que se muestra especialmente explícita con la aparición de Waring Hudsucker vestido de ángel tocando el ukelele. Recuerda uno entonces aquel otro ángel redentor que salvaba la vida a James Stewart en Qué bello es vivir (It’s a wonderful Life, Frank Capra, 1946) y no queda otra que esbozar una sonrisa. Qué listillos son estos Coen.

Fargo

Sangre sobre la nieve

Escrito por Jesús Villaverde Sánchez

Rojo sobre blanco. La sangre se funde con la nieve que lo envuelve todo en Fargo. La estética de nieve, como lo llama Ethan Coen, impera sobre todos los personajes de una de las producciones más corales de los directores. La representación absoluta de esta estética se puede ver en todo su esplendor en el plano picado en el que Jerry Lundergaard, un fantástico William H. Macy, envuelto en un blanco despótico y pulcro, camina hacia su coche en el aparcamiento. La fotografía de Fargo, con la dirección de Roger Deakins, consigue que se sienta el frío del espacio a través de la pantalla. La palidez de los parajes baldíos, la luminosidad neblinosa que reflecta en cada pliego de tierra nevada o la “Minnesota Nice” que muestran los Coen (en la que crecieron ellos, por otra parte) contrastan con la crudeza y la violencia desprendida de la historia.

Los cineastas firman una historia aparentemente real (no hay total claridad al respecto) sobre un hombre que, asfixiado por sus deudas, decide planear el secuestro de su mujer junto a unos delincuentes, Steve Buscemi y Peter Stormare. La idea inicial es que todo sea rápido, sin violencia ni apenas sobresaltos, y que su suegro, un empresario montado en el dólar, pague un rescate. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, todo se tuerce cuando los secuestradores empiezan a asesinar gente y entra en juego la eficaz sheriff Marge Gunderson, a la que da vida una brillante Frances McDormand.

Fargo juega con los elementos propios de la filmografía de los Coen: la violencia inherente a su narrativa, la carretera como lugar de desarrollo de la acción o el dinero ilegítimo que aparece en buena parte de sus películas. “Hay cosas más importantes en la vida que un poco de dinero”, recuerda Marge en uno de los momentos más importantes del film. No obstante, en mitad del enredo de violencia, sangre y muerte, sorprende la inclusión del remanso de paz que supone el matrimonio perfecto de la sheriff Gunderson, que funciona como la verdadera representación de esa zona casi nórdica de Estados Unidos. La inclusión de la pareja sirve a los cineastas para captar la esencia de esa “Minnesota Nice”, subrayada aun más por el uso casi cómico de los acentos que tiene lugar a lo largo del metraje. El medio oeste rural norteamericano es retratado a la perfección por un guion magistral que se complementa con el gran trabajo de Deakins en la fotografía.

A pesar de lo árido de la historia los Coen no dejan de lado su característico humor negro. Fargo es un thriller repleto de perdedores e impostores en una situación absurda y cruel por partes iguales, que trastorna la tranquilidad reinante en el lugar. Cabe destacar, por último, un montaje que hila todo con precisión de sastre y el trabajo actoral conjunto, sin ningún protagonista que destaque sobre el resto, con permiso  de un gran Buscemi, habitual de los directores, y una luminosa McDormand, mucho menos gris que en otras de sus colaboraciones con los hermanos Coen.

El gran lebowski

Llámenle Nota

Escrito por Carmelo González

“Podrás decir lo que quieras del dudeismo, pero al menos es una doctrina”

Quiero hablarles de una película que surgió allí en el oeste, su nombre era El Gran Lebowski, o al menos ese fue el nombre que decidieron darle sus amorosos directores. No suelo ser muy objetivo a la hora de escoger las películas que reseño en Magnolia. Por lo general, termino analizando aspectos técnicos e intertextuales con el objetivo de enmascarar la desidia o el entusiasmo que me provocan la películas reseñadas. Pero El Gran Lebowski es diferente…

El Gran Lebowski es como una novia: eres consciente de que no es la más guapa, ni la mejor persona que existe pero es la que a ti te gusta. No importan sus defectos pues el estado de tranquilidad y paz interior que te provoca supera de largo cualquier contra que pudiese tener. Muchos pensaréis que exagero, pero de verdad os digo que todas y cada una de las veces que he visto la película no he podido evitar que se me erice el vello cuando escucho eso de “ahí está el Nota, tomándoselo con calma por todos vosotros, pecadores”.

Con su estructura a modo de pequeños capítulos o sketchs, en cada uno siempre nos plantea una situación con el Nota de por medio, convirtiendo a Jeff Bridges en el catalizador de la historia durante la búsqueda de su alfombra. Esta estructura no está diferenciada como en otras películas, como puede ser Reservoir Dogs (1991), pero sí que se llega a advertir a lo largo de la cinta. El buen funcionamiento de los sketchs como productos individuales refuerzan el ritmo y la solidez del conjunto, pero también evidencian cierta falta de cohesión en el guión, que presenta tramas sin cerrar y algún que otro blanco narrativo.

No obstante lo lo que eleva esta obra por encima de otras son los personajes. Los hermanos Coen consiguen lograr una caracterización máxima de los personajes sin importar cuanto tiempo estén en escena o el peso que tengan en la trama. Hasta los más secundarios nos dan claves más que suficientes para que nos imaginemos cómo afrontarían su día a día con el mundo exterior. Pongamos como ejemplo al personaje que interpreta Jack Kehler: Marty, el casero de el Nota… Su aparición se reduce a pedirle el alquiler al Nota e invitarle a su función de baile, de la que más tarde veremos una pequeña muestra. En ambas situaciones la trama no avanza lo más mínimo, pero nos muestran la naturaleza gris y bizarra de Marty.

Dicho esto, podemos resumir lo anteriormente descrito diciendo que en esta película los hermanos Coen dan primacía a la fuerza de los personajes y a la individualidad de las situaciones por encima del resultado final del guión. Este cambio tiene la clara intención de desmarcarse de su anterior obra, Fargo, en la que hasta el último de los detalles tiene importancia en el resultado final. En más de una ocasión Joel y Ethan han hablado de la influencia del guionista y novelista estadounidense Raymond Chandler (Extraños en un tren, Perdición…) en la creación de El Gran Lebowski. Esto explicaría los toques de historia negra. Visto desde esta perspectiva, podríamos decir que el Nota es un detective en busca de su alfombra, Maude la femme fatale… Esto también explicaría el formato capitulado de la historia, muy en la línea novelística de Chandler. Aunque bien es cierto, los Coen siempre han tenido su particular toque noir, incluso El Gran Lebowski se podría enmarcar dentro de su ciclo sobre el secuestro, junto con Fargo y Arizona Baby.

Vaya, he perdido el hilo pero qué demonios ya la he descrito bastante. Así que voy a terminar diciendo que El Gran Lebowski es una película que hay que ver por varias razones. En primer lugar, porque su dinamismo y ritmo de comedia hacen que te diviertas como un mono con un bote de lubricante. Lo que nos lleva a la segunda razón; sus entrañables personajes, los causantes de gran parte de las risas de toda la cinta, desde el Nota hasta, los nihilistas pasando por Quintana. Si hablamos de personajes está claro que tenemos que hablar del extraño cowboy que hace las veces de narrador de la película y que aparece como si de un ángel de la guarda del Nota se tratase. Para este personaje los Coen convencieron a Sam Elliot, a pesar de que ni ellos mismos sabían qué función desarrollaba el personaje en la película. ¿Por qué eligieron entonces a Elliot? Muy sencillo, porque les gustaba su voz. Esta elección refuerza el potencial de los personajes, al menos los de John Goodman, Steve Buscemi y John Turturro estaban escritos específicamente para ellos.

Mezcla perfecta entre humor gamberro, en el buen sentido de la palabra, y el surrealista al más puro estilo Coen. Un surrealismo que llega a su punto máximo en la escena onírica con Maude Lebowski como Valkiria y Sadam como empleado de la bolera, todo para dar como resultado una de la mejores escenas que Morfeo hubiese soñado. Podría seguir y aún así no le haría justicia, por algo será que tiene su propia religión; el dudeismo.

o brother

Homéricos Brothers

Escrito por Alejandro Arroyo (Ecos del Balón)

Adaptaciones y ocurrencias más difíciles se han visto en la viña de la industria –o la industria del señor-, por eso de vez en cuando imagino a Ethan y Joel Coen narrando y filmando las piruetas de Spiderman o la elocuencia de Tony Stark o Bruce Wayne. Puestos a desvariar con Cowboys, Aliens, estos contra Predator o Disney comprando Star Wars, que menos que ver a los hermanos paseando la Marvel a lomos de una John Deere, segando los maizales de Alabama tras descansar en un hotel de Pasadena. Tendría su punto, su coma y todo un abecedario bajo un prisma de Finks, Chigurhs, Lundegaards o Lebowskis.

Los Coen son más de adaptar literatura, adaptar audiovisualmente los Estados Unidos o hacer las dos cosas a la vez. Titulaba mi gran compañero Antonio M. Arenas ‘Persiguiendo a Ítaca’ para diseccionar Inside Llewyn Davis (2013), haciendo hincapié en las referencias homéricas que los hermanos Coen dibujan en su última película y también 13 años antes, en la primera cinta del siglo XXI del universo de este dueto inagotable, en la divertida y descontextualizada O Brother! Where are thou (2000). Define Antonio intransferible al filtro coeniano. Y acierta a la primera. ¿Cómo si no, adaptar La Odisea de Homero en pleno Missisipi, en plena Gran Depresión, pasando por arena, grava y fango el abanico moral de las tierras que conocen y elaboran como maestros eternos?

Sin el más mínimo pudor, no es la imaginación de crear un cíclope original en un John Goodman tuerto o las sirenas embaucando a los pies de un riachuelo rocoso lo que realza su valor; ni su dominio de los medios artísticos y musicales – extraordinaria BSO-. Desde el momento en el que los tres protagonistas –debut de George Clooney bajo un firmamento estilístico que haría suyo a partir de esta historia- se deshacen de sus grilletes, Ethan y Joel se sirven de Homero para ir agregando las dificultades, horizontes, corporaciones éticas y religiosas, y dilemas morales que abundan en todo el medio oeste norteamericano.

Y una escena prevalece sobre muchas otras fantásticas. Es aquella que desata el látigo más visceral y cómicamente hilarante, en la cual, en medio del bosque, Everett Ulysses (Clooney) le dice a Pete (Turturro) que “sólo los necios buscan lógica en los impulsos del corazón”, para acto seguido escucharse el tema Down in the river to pray de Allison Kraus, cantado por una multitud de individuos vestidos con bata blanca, abducidos por un bautismo colectivo que espiará sus pecados. Observándolo, Clooney llegará a exclamar “en tiempos de dificultad, la gente se desboca”. La reacción de Delmar (Blake Nelson) es la de acudir al río, ser bautizado y considerar sus pecados –interminable lista de fechorías- por extinguidos, para terminar sentenciando: “y además, veníos, que el agua está cojonuda”. Pues eso, veníos, que los Coen son cojonudos.

el hombre que nunca estuvo alli

El hombre tranquilo

Escrito por Pedro Martínez (Sesión Doble)

¿Cuál es la razón por la que un hombre gris y de vida monótona decide prender la chispa para saltarlo todo por los aires? No lo sabremos después de ver la película de los Coen, pero tampoco era la intención. El barbero Ed Crane (interpretado por un estoico Billy Bob Thornton, rodeado de humo) nos narra en un largo flashback como cambia su destino después de tomar una decisión que apesta a peligro, en la mejor tradición del cine negro clásico. Si no fuera por ese humor elegante y tan característico de la pareja, el espectador se podría sentir delante de una producción de Howard Hughes para la RKO. Incluso por la ausencia de color de la película, con una fotografía en blanco y negro excepcional de Roger Deakins que estuvo nominada al Oscar. Destaca sobre todo en los planos de la cárcel, con un gran contraste entre las zonas iluminadas y de penumbra y una utilización de los focos magnífica.

La trama no es un prodigio de originalidad, pero los personajes están dibujados con mucha precisión. El mundo interior de ese barbero es fascinante, dotado de una sensibilidad impropia del ambiente en el que se mueve, y con un taciturno empeño en salvar a la única persona que conoce que aún no se ha llevado por delante el hastío y la mediocridad. Frances McDormand es la mujer fatal de la historia y a diferencia de lo que era habitual, no el desencadenante de los hechos, más bien un factor secundario pero necesario en el guión. Con James Gandolfini completa una especie de triángulo de dos lados, porque el barbero se encuentra en otro plano superior al del deseo y la pasión, y desde luego no lucha por defender su amor traicionado, sino por emprender una huída hacia delante que tiene todos los visos de acabar bastante mal.

Y es que la película transpira fatalismo durante todo el metraje, una cualidad común del noir, incluso en los momentos más divertidos. En ellos suele aparecer Tony Shalhoub como el abogado sin escrúpulos, uno de los buenos secundarios de la cinta. Jon Polito, Scarlett Johansson, Michael Badalucco… todos arropan muy bien al protagonista y se convierten en uno de los puntos fuertes de la película. Pero los mejores momentos vienen por los silencios y las miradas de ese hombre calmado, en constante reflexión, y al que irónicamente la gente que le rodea trata de forma condescendiente por ser diferente.

Que los hermanos tomaran como referencia una forma de hacer cine que desgraciadamente será imposible de volver a disfrutar sin que suene a impostura, deja un sabor agridulce. Si con Muerte entre las flores (1990) actualizaron unos temas clásicos al cine contemporáneo creando un gran ejercicio de neo-noir, con El hombre que nunca estuvo allí han mimetizado el estilo de la época dorada sin dejar de introducir su sello personal. Uno de los puntos altos de una carrera sólida y que se encuentra todavía en plena madurez. Trayectoria alejada de la pirotecnia gratuita que invade el cine comercial de los últimos tiempos y con la mirada fija en los personajes. Se agradece.

crueldad intolerable

A screwball cartoon

Escrito por Antonio M. Arenas

Sin freno alguno, el prólogo de Crueldad Intolerable (2003) presenta a un Geoffrey Rush desatado y con coleta que anticipa el control cómico y violento que años más tarde presentaría una obra netamente coeniana como Quemar después de leer (2008). Dicho arranque demencial, un caso más para el mejor abogado especializado en ganar divorcios de Los Ángeles, presagia que el film no tendrá mayor intención que la de ser una viñeta, otra caricatura paródica más en la larga lista de sutiles juegos fílmicos de su filmografía.

Pasada ya más de una década de su estreno, aunque se conserva incluso más fresca, regresar a la escena del crimen puede suponer un inesperado placer si uno acepta las claves con las que jugaron los Coen en su más que probable película peor considerada. Manejando un guión ajeno y dentro de una producción de Hollywood claramente comercial, uno de los principales retos que afronta el film es la distorsión total de la screwball comedy, sometida a un delirante juicio y convertida en terreno abonado para una parodia más propia de los Looney Tunes, con un George Clooney a medio camino del Clark Gable de Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), al que sólo le falta zamparse una zanahoria y recitar aquello de “¿qué hay de nuevo, viejo?”

Y aunque su postura no se ampare bajo la pretensión o el afán renovador de los cánones clásicos, sí sobrevuela un interesante enfrentamiento entre el cinismo de los cineastas y la (des)creencia en el romanticismo inherente a la propuesta, plenamente desarrollado en el discurso del personaje de Clooney, que todavía no es consciente de haber sido presa de otro engaño a manos de la Marilyn de Catherine Zeta-Jones. Así funciona, entre el cínico juego marca de la casa, o la fe en el amor y la cinefília. Los espectadores salieron espantados, mientras Joel y Ethan Coen desplegaban su ironía para reírse de todo y con todos en pleno.

De este cruce el resultado es tan divertido como desigual, puede resultar incomprensible que los Coen parezcan acabar cediendo al embrujo de la comedia romántica, pero nada más lejos, no deja de ser otro chiste interno. En el surreal retrato del anciano dueño del bufete de abogados, conectado con infinitud de cables a una máquina que le mantiene con vida, se encuentra el vigente abismo a su mente creadora, con el derecho de bloquearse en ocasiones y refugiarse en la parodia, para volver, como en la actualidad, a su esencia en plenitud de forma.

no es país para viejos

Cine clásico en el crepúsculo

Escrito por Jonay Armas (La Butaca Azul)

No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007) parece haber encontrado el color del crepúsculo. Las puestas de sol palpitan bajo el sentimiento aparente de anunciar el último de los días, como si el mundo mismo fuese a exhalar su último suspiro. El sonido del viento parece distinto, nada amenazador, un portador de historias que también parece apagarse lentamente y cuyo protagonismo resulta innegable. No hace falta advertir el tiempo de metraje en absoluto silencio para entender la importancia de los sonidos y la tenue indiferencia de las palabras.

Si los hermanos Coen se han acercado a esta novela de Cormac McCarthy probablemente sea porque comienza con la misma sucesión de coincidencias y accidentes imposibles con las que han desplegado siempre sus relatos, en forma de gran pregunta retórica: ¿por qué ocurre lo que ocurre? ¿Qué sentido tiene lo que vemos y vivimos? Al mismo tiempo la aventura del hombre que encuentra una fortuna por accidente y decide huir con el dinero, miserable noticia a pie de página convertida aquí en travesía épica, sirve para navegar entre la road-movie de la huída hacia ninguna parte y el sabor a western en el que se suceden los duelos entre protagonistas. Puede que ningún otro film de los Coen se acerque tanto a los planteamientos estéticos del cine clásico con el ánimo de dinamitarlos desde dentro, en tanto que el continuo y elegante movimiento de la cámara remite a una gramática del pasado que aquí tiene, también, el sabor de lo crepuscular.

Mientras Moss (Josh Brolin) es el francotirador de la historia, el que descubre el dinero y precipita el relato para poder huir de un pasado miserable, Tommy Lee Jones parece conocerla y sentirla como algo desgastado, un relato cíclico que probablemente ya haya sentido y vivido y sabe cómo terminarán los acontecimientos, por mucho que intente evitarlos. Su personaje vive mirando hacia el futuro o, tal vez, hacia un no-tiempo, como revela su sueño final en el que vive esperando simplemente la llegada del final, como también hacen el viento en la película o los paisajes moribundos que Roger Deakins pone en escena. Anton Chigurh (Javier Bardem) vive obsesionado con su misión del presente y su psicopatía es la que genera toda la tensión del relato, convertido en ángel devastador con el que no hay negociación posible.

Pasado, presente y futuro. Tres canciones tristes y desesperadas que discurren al unísono y que se fortalecen las unas en las otras hasta terminar apagándose. Tres protagonistas que sintetizan la obra de unos cineastas que, hasta entonces, se habían servido a menudo de la idea del personaje solitario como hilo narrativo. No deja de ser curioso y, al mismo tiempo, su propio mundo lleno de ironías nos recuerda que no podía ser de otra manera: la película que menos representa a la filmografía de los Coen es la que mejor habla de ellos mismos.

quemardespuesdeleer

Una de espías

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Desde hace unos años los hermanos Coen parecen vivir una etapa dorada, con una producción más o menos fluída, combinan los dramas, los remakes y las comedias con bastante soltura y buena recepción. Cuando se ponen “serios” sus películas se pasean por festivales y acaban en los Oscar y cuando hacen comedias sueltan las riendas de ese humor que les identifica y hace legión.

En 2008, tras mostrar sus argumentos cinematográficos con la alabada No es país para viejos, volvieron a la comedia con una película ligera pero extraordinaria: Quemar después de leer. En esta ocasión, Joel y Ethan se acercan a una película de espionaje despojándola de cualquier glamour y elegancia, una sátira del género que no está acostumbrado a que lo traten con esa mundanidad.

A la habitual excepcionalidad de su reparto se le suma la particularidad de contar con dos actores más explotados en el drama pero que demuestran, bajo la dirección de los Coen, que tienen un potencial cómico infinito: George Clooney y Brad Pitt. Cargan con el peso de la película de forma paralela, uno –Clooney- con un personaje mujeriego, encantador pero sin muchas luces y otro –Pitt- que da vida a un monitor de gimnasio ingenuo, infantil, eternamente motivado y con menos luces aún. El fortuito encuentro entre estos dos desconocidos lo resuelven los directores con un desenlace tan cómico, dramático y breve que resulta antológico.

A pesar de que los protagonistas viven la historia como un auténtico thriller de espionaje, los Coen eliminan toda esa formalidad y no se toman nada en serio. Y cuando los Coen  hacen cine ligero, entonces hay que tomarles muy en serio.

un tipo serio

Un Dios serio

Escrito por José Manuel Rebollo

“Recibe con simplicidad todo aquello que te suceda”

Con la cita de Rashi, considerado gran erudito en materia judía y el mayor estudioso del Talmud, y un prólogo esclarecedor que marca el tono del largometraje, da comienzo Un tipo serio (A Serious Man, 2009), la película más abiertamente judía de los Coen. No hay en toda la extensa filmografía de los hermanos una cinta que trate un tema tan relevante en la vida de ambos realizadores, de padres judíos y con su educación correspondiente, de raíces tan identificadas a las suyas propias.

Ambientada en las afueras de Minnesota en 1967 (donde crecieron Joel y Ethan, contando con 13 y 10 años, respectivamente), la rutinaria vida de Larry Gobnik comienza una cuesta abajo sin frenos en todos sus frentes: laboral, familiar y moral. Superado por una serie de acontecimientos a cada cual más grotesco, podría considerarse una versión cinematográfica y con marca propia de la historia de Job, el hombre que fue puesto a prueba por Satanás con el consentimiento de Dios. En lo que respecta a la unión de la comunidad judía con su Iglesia, el protagonista recurre a las máximas instituciones para resolver las cuestiones que pueblan su desgraciada racha, pero a cada petición en busca de un poco de consejo, recibe el doble de preguntas absurdas y sin respuesta. Como hombre que no para de dar vueltas en círculos, Michael Stuhlbarg clava su papel, respondiendo con balbuceos o repitiendo incrédulo ante unas circunstancias que se escapan de su comprensión.

Es por ello por lo que la película no da respuesta alguna, ni a la audiencia ni a su maltrecho protagonista, por lo que fue bastante incomprendida por la audiencia general o tachada de “rara”. Un tipo serio posee el humor negro que ha caracterizado su carrera, siendo Fargo (1996) su cumbre, pero yendo más allá en el tema de la fe y en el sinsentido de las dudas y actos que nos atormentan. Mientras Job aguanta las penurias, Larry no escapa de la incomprensión. Mientras el primero, que superó la prueba, fue recompensado con el doble de felicidad y convertido en santo, aunque al menos a él, el Señor le daba la réplica; el segundo termina por naufragar, imperfecto como el ser humano que es, cayendo en la tentación con lo único que defiende como certeza en el mundo que habita: las matemáticas, transformando una calificación y desencadenando la ira divina.

De todos modos, la potente conclusión no deja de ser una conjetura (como le adelanta casi al principio el estudiante asiático al profesor) aunque no es nada desdeñable resaltar que mientras Job creía en Dios con fiereza, la vida religiosa de Larry parece guiada por la inercia de un entorno que le oprime, como parece ocurrir con su primogénito. Empujados a amar a un Dios serio por miedo al vacío. Somebody to love”suena tanto al principio como al final, lo que nos lleva a esta reflexión no definitiva pero si lo suficientemente concreta como para considerarla respuesta. Puede que los Airplane sí tengan las respuestas a todo.

valor de ley

El tiempo se nos escapa

Escrito por Juan Avilés

En la nueva versión de Valor de ley (True Grit, 2010) Jeff Bridges no interpreta el papel de John Wayne en la premiada Valor de ley (Henry Hathaway, 1969), sino al personaje creado en la imperecedera novela de Charles Portis. Esta nueva adaptación es una lectura con intención reverencial hacia la narrativa de Portis, no un remake de la película de Hathaway, muestra de ello es el tono pausado pero rígido de la filmación, el mismo de la novela. Rooster Cogburn es un protagonista estadounidense con aires clásicos, se salta las normas, es un borracho empedernido, un impresentable, descuidado y poco higiénico, con lo que la interpretación de Wayne no se ajusta tanto, al menos en la parte visual, y es más próxima la imagen que es capaz de plasmar Bridges, bastante más canallesco, y reflejando de manera más cercana a la realidad lo que probablemente sería un agente de la ley en la época.

Sin embargo la diferencia entre ambas versiones se acrecienta aún más por el protagonismo que en ésta adquiere Mattie Ross, el personaje que conduce la narración de la novela, y también lo hace en la nueva película. Hailee Steinfeld, debuta en la pantalla con un papel más complejo de lo que parece en una primera lectura, una niña de catorce años debería ser dulce, pero el mundo en el que vive no se lo permite. En Mattie vemos a una niña que va perdiendo la inocencia por completo, llega a la madurez a base de golpes en el mentón, pasando de dulce criatura a la clase de persona que quieres cuidando tu retaguardia. Sufre cambios muy duros en el comienzo de la historia, es apenas una adolescente que ha perdido a su padre, emprende la persecución del asesino, pero en realidad su búsqueda es la de una figura paterna. La personalidad de Rooster, a pesar de su carácter negativo, en el fondo es cristalina, y rellena ese vacío, al mismo tiempo que Mattie provoca calidez en la fría vida del viejo alguacil.

Como en la novela de Portis, por momentos nos olvidamos que la película no es la narración de una niña de catorce años, sino la de una mujer de cuarenta años que recuerda la trepidante aventura que vivió a esa temprana edad. No podemos pasar por alto la fotografía, a cargo de Roger Deakins, evocando lo glorioso que ha sido, y aún puede ser el western como género, algo ya demostrado por el mismo director de fotografía en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007). Al hilo de la belleza de la imagen, podemos cuestionar ciertos rasgos del rodaje en el cine actual, escaso de filmación en exteriores, con los que aportan un grado de realismo y delicadeza cada vez más escaso en la gran pantalla.

En el epílogo, Mattie retoma la narración directa, claramente afectada por la muerte de Rooster Cogburn, pues ha vuelto a quedarse sin padre. Es un cierre con tono agridulce, describiendo el término del trayecto que ella percibe como próximo, y no es un final bonito para esta mujer, porque su inflexión vocal deja entrever que el mejor momento de su vida ocurrió durante ese periplo con sólo catorce años, cerrado ahora por completo. A nosotros  nos queda la magia narrativa de los Coen y de Portis, que nos restituye en parte ese tiempo disgregado.

LLEWYN DAVIS

Persiguiendo Ítaca

Escrito por Antonio M. Arenas

“If it was never new and it never gets old, then it’s a folk song”

Donde el cine de los hermanos Coen parecía arrojar, no sin cinismo, la deconstrucción de los géneros norteamericanos y de la propia esencia de su país, en especial del medio-oeste que les vio nacer, quizá sea momento de afirmar que, tras toda una filmografía representando fracasos y temores humanos desde su intransferible filtro creativo -del bloqueo de un escritor en Hollywood a los miedos de un profesor judío-, detrás de esa mirada se esconde en realidad una desesperanzada búsqueda del alma humana.

A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2012) supone uno de sus mayores pasos en este camino, sin rumbo aparente más allá del tránsito en bucle por la escena folk neoyorquina en los sesenta de un músico tan perdido como Ulises, el gato que se le escapa y acompaña. Un viaje a ninguna parte del que Llewyn Davis entraña en fondo y forma el más puro absurdo de los personajes coenianos, inmerso en una existencia granulada y grisácea que extraña la luz, como la fotografía de Bruno Delbonnel, con el que los hermanos colaboraron en el fragmento de Paris, je t’aime (2007). A priori extraño compañero de unos cineastas habituados a trabajar con Roger Deakins, ocupado finalizando el rodaje de Skyfall (Sam Mendes, 2012), cuya alternativa supone el tránsito temporal hacia cierto realismo mágico con la influencia estética del segundo álbum de Bob Dylan, The Freewheelin’.

Nieve bajo los zapatos, un cigarrillo en la puerta esperando algo que no llega, el sol que sale (o se oculta) pero nunca lo suficiente como para iluminar la ciudad y un gato como acompañante, dos portadas que se desvelan como caras de una misma moneda, con las que empezar a construir un artista imaginario que en su Odisea particular nos demuestra lo de real que tiene el fracaso, lo cerca y tan lejos que está del éxito a la vez, si es que no se cruzan. Ambos fueron publicados el mismo año, 1963, quizá por ello no deja de resultar irónico que incluso Van Ronk parezca mirar con cierto recelo a Dylan.

Dave Van Ronk - Bob Dylan

Como si de metraje perdido de I’m Not There (Todd Haynes, 2007) se tratara, la historia de Llewyn Davis afronta la circunstancia dylaniana por la que el artista nunca estuvo allí y el éxito tampoco a su lado, salvo que fue él quien nunca estuvo de verdad. Con la inspiración de Dave Van Ronk y su biografía como soporte, toda una leyenda en el Greenwich Village, presentan el retrato de un fracaso, un músico abandonado a su suerte que duerme de casa en casa, actúa en el único local que se lo permite, acumula vinilos por vender en una caja y la industria musical pasa lejana a su lado. Todo ello sutilmente envuelto en una lucha por su identidad, respeto e integridad como artista. Un espíritu compartido por los Coen, que mantienen su independencia y control creativo (el presupuesto fue de apenas 11 millones de dólares), no están movidos por la temida nostalgia ni recorren los amables senderos del biopic, encuentran un no-lugar y un no-artista con el que se identifican y que les permite la libertad de jugar a hacer cine en su mundo: un espacio anclado en el tiempo, donde la música y la sociedad americana cambió para siempre. Esta es la historia de los que no lo hicieron.

Con el antecedente de O Brother! (2000), que también comparte reminiscencias homéricas en su trasfondo, los Coen abrazan el musical como atípica forma de expresión de su narrativa, acentuado al dejar fluir la música y permitir que las actuaciones musicales cobren relevancia dramática, especialmente en secuencias como la visita a su padre o la prueba en la sala de conciertos, así como jugando con brillantez a la sutil repetición de escenas, espacios y diálogos, que como espejos proponen enriquecedoras (y divertidísimas) lecturas a costa de su poco o nada esperanzador desarrollo.

Porque ante todo, A propósito de Llewyn Davis no deja de ser un musical en clave de folk, de poesía triste y solitaria, condenado a repetirse cíclicamente una y otra vez como si de un estribillo magistral se tratara. Pero en la salida trasera, un puñetazo a la gloria. No en vano, la primera imagen es la de un micrófono y la primera escena la interpretación íntegra de una canción, constante esta a lo largo del film. El esfuerzo por recomponer la música de aquella época queda ejemplificado en canciones como Please Mr. Kennedy, capaces de captar el tono del cancionero popular norteamericano con una inocente protesta espacial que pronostica los cambios sociales venideros, aunque del toque paródico tan solo el propio Llewyn Davis parece ser consciente.

Interpretado por el actor de origen guatemalteco Oscar Isaac, dando voz y poniendo rostro a un fantasma, en uno de esos pocos papeles elegidos para ser inolvidables, la suya es una maravillosa oda al fracaso que devuelve a nuestras pantallas la gélida calidez de la música folk norteamericana y a unos cineastas en estado de gracia, convencidos de que es mejor afrontar la existencia desde la perspectiva de los que no triunfan, los desheredados que, como Ulises, siguen tratando de regresar (o escapar) a una Ítaca que ya no existe, o que sólo la música es capaz de hacernos traer de vuelta. Fare the well, Llewyn, fare thee well.

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