Oscar 2014: Nominadas a Mejor Película

Una vez planteadas las expectativas y realidad de las nominaciones a los Premios Oscar, en las que desarrollamos el análisis de las favoritas a las principales estatuillas, recogemos en el presente artículo las críticas (publicadas ya en la revista o inéditas) de las nueve nominadas al Oscar a Mejor Película.

American Hustle

Pelucas, trileros y Duke Ellington

Escrito por Antonio M. Arenas

El plano secuencia con el que da comienzo La gran estafa americana (American Hustle, David O’Russell, 2013) se antoja revelador de los problemas del film, pero a su vez, y de forma deliberada, no podría resumir mejor sus intenciones para solventarlos. Irving Rosenfeld, timador profesional al que Christian Bale da vida con gafas de sol y oronda figura, se coloca frente al espejo el peluquín que oculta su desastrosa calvicie. De manera aparentemente descuidada pero con suma concentración, la escasa meticulosidad que su personaje demuestra pegando y peinando cada mechón de pelo es tal, que una vez finalizada la secuencia, laca incluida, resulta imposible creer que construya un peinado inmaculado, artificial y por ende, perfecto.

Algo similar podríamos decir del trabajo de David O’Russell tras las cámaras. El director de El lado bueno de las cosas (2012) se sirve de una trama de corrupción “en la que algo de esto sucedió”, como se nos anticipa en los títulos iniciales, ya que no es su interés levantar acta del pasado de la política norteamericana, sino una excusa para alejarse del género policíaco y rápidamente volver a poner de nuevo su foco hacia los personajes, a los que persigue y se acerca con esmero y fascinación en sus respectivos triángulos amorosos o de falsificación, sin que nunca sepamos cual de ellos es el auténtico. Esa sensación de extraña cercanía, logro habitual de su dirección de actores, se encuentra acrecentada por las distintas voces en off y la variación del punto de vista que utiliza, haciéndonos creer que más allá del marco setentero de su ambientación, disfruta no estableciendo lógica alguna en su tono o foco narrativo. La apuesta formal es del todo imprecisa. Y lo es a conciencia.

No en vano, no deja de ser irónico que en una película sobre las apariencias de toda estafa, las apariencias estéticas sean su principal resorte. La impecable selección musical (de Tom Jones hasta Americana), el vestuario, las pelucas, por supuesto, o especialmente los movimientos de cámara, deudores del Scorsese más desaforado (constantes los travelling de acercamiento a los rostros de los actores), son todos ellos recursos que se utilizan sin precisión. Cuando funcionan (Jennifer Lawrence mediante) da la sensación de que en realidad lo hacen por acumulación en lugar de por convicción, sin demostrar su función ni tampoco coherencia estética y/o narrativa, credibilidad que aparte de camuflar su propia farsa, no le quedaba al peluquín de Irving Rosenfeld,

Y ahí los tienen, impolutos ambos, con múltiples nominaciones a los Oscar pese a que en cualquier momento nosotros (porque nosotros somos el personaje de Bradley Cooper, no puede ser de otra manera) les despeinemos sus vergüenzas. No habrá reacción, Irving y Sidney (Amy Adams) son felices escuchando a Duke Ellington, re-encontrándose en el placer de un engaño bien hecho. O’Russell lo es con ellos, la trampa siempre fue lo primero. Tal es así, que en sus contradicciones, el resultado puede sernos tan fallido como libre y refrescante. Por su espíritu de inapelable modernidad, tratar de concretar si La gran estafa americana es definitivamente olvidable o rescatable, parece a estas alturas tan relevante como dejarle contar al (brillante) personaje de Louis C.K la historia de su hermano y su padre.

capitan phillips

Rebelión a bordo

Escrito por Pablo Vigar

El secuestro del carguero norteamericano “Maersk Alabama” por piratas somalíes en 2009 cumple en manos del director británico Paul Greengrass un doble propósito: el primero, funcionar como cierre a la trilogía temática que iniciase con Bloody Sunday (2002) y que continuase con United 93 (2006); el segundo, permitirle seguir incidiendo en su capacidad para transformar –que no alterar– el socorrido entramado del basado en una historia real en un pulso trepidante entre guión y montaje.

La capitanía del barco, nunca mejor dicho, es cedida en esta ocasión –en contraposición a las otras dos propuestas del realizador enmarcadas en esta trilogía de lo real– a un rostro más que conocido. Tom Hanks realiza un ejercicio de mimetismo con su personaje absolutamente deslumbrante, sobre él descansa todo el peso de la película. El actor se transmuta para la película en el perfecto hombre corriente superado por las circunstancias. Los debates sobre si tamaño arrojo y valor han sido ensalzados para la cinta pierden cualquier relevancia al contemplar la interpretación del irlandés.

El director que ayudó a redefinir el cine de acción con su colaboración en la saga Bourne imprime aquí los mismos códigos que le valieron en su anterior empresa. Desde un punto de vista formal, la acción no está tan lejana de la vista en la trama del espía amnésico. Greengrass mantiene su técnica de cámara en mano sin colocarla no obstante de ninguno de los lados por mucho que la desplace. El montaje es rápido, seco, casi cortante al hacer desfilar las secuencias una detrás de la otra. El suspense no decrece, la agonía es palpable, y una vez que aparece ya no se marcha. El último tramo de la cinta es particularmente poderoso, si bien es sólo el vibrante remate a una, de nuevo, perfecta simbiosis marca del director entre el pseudo-documental y el thriller más depurado.

dallas buyers club

McConaughey Fan Club

Escrito por Gonzalo Ballesteros

En 1985, en Dallas, a Ron Woodroof un cowboy drogadicto y mujeriego le diagnostican SIDA y le dan treinta días de vida. A partir de ahí comienza a consumir distintas drogas, legales o no, para intentar combatir su enfermedad, incluso crea un club con otros enfermos en el que trafica con distintos medicamentos, entre ellos la famosa Zidovudina o AZT, el primer antrirretroviral que se aprobaría dos años después en 1987. La historia tuvo cierta relevancia en Estados Unidos, tras la entrevista que le hizo el periodista Bill Minutaglio a Ron Woodroof para The Dallas Morning News. En 1992 el guionista Craig Borten entrevistó a Woodroof e hizo el primer borrador del guión de Dallas Buyers Club que tardaría 20 años en materializarse pero que le ha valido la nominación a mejor guión en los Oscars.

En este proceso de dos décadas el texto pasó por las manos de distintas parejas “director-protagonista”: La primera que no fraguó fue la compuesta por Dennis Hopper y Woody Harrelson, a finales de los noventa se especuló con Marc Forster y Brad Pitt y en 2008 negociaron con Craig Gillespie y Ryan Gosling; finalmente los elegidos por la productora fueron Jean-Marc Vallée y Matthew McConaughey. Pese a esta pequeña odisea parece que el guión no pudo caer en mejores manos, Jean Marc Vallée director de C.R.A.Z.Y. (2005) dirige con solvencia la que posiblemente sea su mejor obra y Matthew McConaughey consigue una de las interpretaciones del año.

En cada crítica sobre Dallas Buyers Club se destaca en mayor o menor medida la actuación McConaughey y, su reciente Globo de Oro y su más que presumible Oscar, no ha hecho más que aumentar el número de líneas escritas sobre su actuación en la película. Atrás quedó el tiempo en que compartía cartel con Jennifer López, Sarah Jessica Parker o Kate Hudson en películas de indudable mala calidad, hace poco tiempo dio un giro en su carrera y los dos últimos años han sido realmente buenos encadenando proyectos como Mud, El lobo de Wall StreetTrue Detective o la que nos ocupa: Dallas Buyers Club. El intenso retrato de Ron Woodroof que vemos en el film sólo puede ser consecuencia de un compromiso total del actor con el personaje al que da vida, un compromiso que va más allá de la drástica bajada de peso para meterse en el papel, aunque sea lo más destacado por muchas noticias. El gran logro de McConaughey es partir de un personaje despreciable y homófobo y evolucionar hasta empatizar con el público. El personaje de Woodroof es una suerte de anti-héroe, sin la épica y trascendencia de otros recientes como Heisenberg en Breaking Bad, pero con la suficiente calidez e intensidad para dejar huella en el espectador en apenas dos horas.

En esa línea incómoda y magnética en la que McConaughey desarrolla su personaje es la misma en la que Jean Marc Vallée construye la película. Cámara al hombro y recurriendo a una dirección en constante movimiento en la que priman los primeros planos, de esta forma le otorga realismo y nervio al film. Una dirección estéticamente independiente que encaja con el escaso presupuesto con el que se ha producido el film y supera la aparente falta de medios ofreciendo un valor añadido a la trama. Una trama, que volviendo sobre las palabras iniciales debe los méritos a la historia en la que se basa, pero afortunadamente el guión que firman Craig Borten y Melisa Wallack esquiva los lugares comunes al tratar el SIDA, la drogadicción o la homosexualidad para crear un discurso que no intenta aleccionar ni tampoco compadecer, no rehuye el humor y confía en la fuerza dramática de los personajes.

gravity

La solitaria huida hacia adelante de la tecnología

Escrito por Javier Pérez

Las expectativas que se formaron en mi mente al oír por primera vez sobre el proyecto de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) estaban altamente condicionadas por un momento concreto de Hijos de los hombres (Children of Men, 2006). Aunque no soy fan del 3D, tampoco me postulo en contra; el cine consta de muchas herramientas, técnicas, narrativas, ideológicas, que por sí solas no significan nada bueno ni malo. Su neutralidad es rota en manos de los cineastas, creadores responsables de su discurso de forma última y tajante. Así, el 3D oportunista y, por lo general, falso (en cuanto a que es añadido y emulado a posteriori digitalmente) que no tiene más propósito que el de atraer a las salas a un espectador esquizofrénico que está cansado del reciclaje de ideas pero le aterra todo lo nuevo, no tiene nada que ver con ese 3D utilizado por cineastas como HerzogWendersScorsese o el propio Cuarón en la película que nos ocupa. Estos son autores adoptando una nueva herramienta, un nuevo juguete, para experimentar, profundizar en la puesta en escena o, como era de esperar (y aquí volvemos aChildren of Men), intentar conseguir una experiencia más completa del espectáculo cinematográfico.

Es decir: la famosa escena del coche, plano secuencia lleno de tensión y habilidad en la realización, llevada a nuevos ejes. La cuestión aquí es dejar sin aire al espectador, que se encuentra, claro, perdido en el espacio. En este sentido, es difícil imaginar Gravity como una película pensada, planificada y realizada convencionalmente, sin recurrir al juguetito tecnológico adoptado por James Cameron. Era lo que podíamos (y debíamos) esperar, y es lo que se nos ha ofrecido. Y hemos respondido consecuentemente: récord en taquilla.

Como prueba, Cuarón pone toda la carne en el asador en el ya mítico plano secuencia con que abre la película. Es mucho más interesante analizarlo desde sus efectos narrativos, estilísticos y de impacto en el espectador que como estrategia técnica, pues es probable que sea un falso plano secuencia, filmado a fragmentos, con diferentes tomas, ya que así lo permite la tecnología actual de grabación y montaje. ¿Qué causa, entonces, en la audiencia? Una sensación creciente de inseguridad y desasosiego que es acentuada, aunque no exclusiva, en estas escenas largas y con una cámara en eterno movimiento que tan bien controla el mexicano. Y la música de Steven Price ayuda, claro.

El cine de Cuarón es un cine del movimiento (el coche ya mencionado, el road trip que emprende Y tu mamá también), así que casa muy bien con el concepto de cine-atracción, de montaña rusa que tienen que ser losblockbusters actuales. En definitiva, no defrauda, e incluso ofrece, gracias a la optimización de los recursos y al talento visual innegable del director, una experiencia inédita. Nunca antes habíamos salido al espacio de esta manera.

Además, la película que muchos califican como “la del año” sabe de dónde viene (referencia a 2001: Una odisea en el espacio en las fichas de ajedrez flotantes incluida) y adónde va (la espectacularización y la fascinación sensorial de las masas), evitando así una deriva incontrolable como la de sus protagonistas. Lo inesperado es que uno puede extraer, si quiere, otras lecturas. Hay en Gravity un retrato casi metafílmico del camino en el que nos ha metido la tecnología. Irónicamente, Cuarón, con una película para la que no solo ha utilizado los recursos más punteros, sino que ha inventado nuevas técnicas de grabación, muestra un uso de la tecnología (la más extrema, la espacial, ese conjunto de botones, colores, avisos y luces con los que estamos cinematográficamente familiarizados pero que nunca entenderemos) desesperado, un juego peligroso que acaba explotando y propulsa a los personajes a una huída hacia adelante imparable, vertiginosa y trágica. Las maravillas de la ciencia, el progreso, las fórmulas infalibles, los cálculos fiables, la comunicación sin límites, en un momento fallan y nos lanzan al infinito, perdidos, sin nada a lo que aferrarnos.

Porque eso es, básicamente, Gravity: una película sobre la soledad. Tiene sentido, como ya hemos dicho, que Cuarón saliera al espacio para explotar su control sobre el espacio fílmico y su gestión de la tensión, pero más aún lo tiene que quiera conquistar el abismo negro para construir un relato sobre lo solos que estamos. No es el primero que lo hace, pero qué bien le sale. Antes, el aislamiento espacial se ha retratado como un manto estático y pesado, enloquecedor. Cuarón conoce la separación que vivimos las personas hoy en día: es un desamparo histérico, un monstruo ciego que da vueltas y vueltas y que intenta aferrarse a todo lo que tiene a su alcance, fallando estrepitosamente y adquiriendo una inercia proyectiva, dañina y dolorosa, mareante y asfixiante.

Hay en Gravity una imagen recurrente y reiterada que provoca en el espectador una ansiedad irreconciliable, muy profunda, precisamente porque es lo más real de la película: la mano de Sandra Bullock intentando agarrarse. A lo que sea. Porque sabe que si no se aferra a lo poco que le quede cerca, acabará inevitablemente sola, perdida en la negrura, sentenciada al final más silencioso, lento y aciago. Luego Cuarón cae en la tentación de aleccionar, o motivar si se prefiere, lanzando un mensaje de autosuperación, de lucha por la propia vida como oposición a una soledad que puede rechazarse. Hasta en este momento, el mexicano, como buen estudiante de cine que ha aprendido a manipular incluso en el último instante, convierte un momento lacrimógeno en una renovadora experiencia 3D: las lágrimas de Sandra Bullock van hacia el espectador, ingrávidas.

Depende de cada uno decidir si esta lección final es de su agrado o le resulta fácil e innecesaria, pero es inevitable salir de la sala (porque esta es la película definitiva para ir a verla al cine, y para eso fue auspiciado el 3D) pensando que ha visto algo nuevo y único.

her

Her es Jonze y sus circunstancias

Escrito por Gonzalo Ballesteros

«Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo»

José Ortega y Gasset

La atrevida paráfrasis del título de esta crítica recupera la idea del filósofo Ortega y Gasset, aparecida por primera vez en Meditaciones del Quijote (1914), que se aplica perfectamente a una película y a un director que sólo puede entenderse en relación con el mundo, con su mundo. Spike Jonze es un creador polifacético de personalidad esquiva, llevó la contracultura del skate al mainstream a través de publicaciones como Dirt o Big Brother, junto a Michel Gondry, Chris Cunningham y otros revolucionó el videoclip, creador del fenómeno Jackass y, además, un referente de tendencias de moda; con todo, él se define como “un tío que hace cosas”. Entre esas cosas, lleva quince años haciendo cine con una marcada personalidad, cuatro largometrajes, un mediometraje y varios cortometrajes que lo posicionan como un autor de referencia.

Su última película, Her, es la historia de amor entre un hombre y un sistema operativo en un futuro a la vuelta de la esquina, un film que transciende su propia naturaleza distópica para centrarse en las relaciones humanas. Es común en la filmografía de Spike Jonze que se sirva de elementos o personajes irreales o imposibles para tratar temas comunes. En Donde viven los monstruos (2009) adaptó el libro homónimo de Maurice Sendak reconstruyendo una idea sobre la infancia y los miedos filtrados a través de la aventura y los monstruos. Después, realizó un mediometraje, I’m not there (2010), dónde contaba la historia de dos robots que se enamoran. Y ahora,Her. Un mundo de monstruos, de robots o futurista; en todos el entorno determina y condiciona el tema central de la obra ya sea esta la infancia, el amor o las relaciones humanas.

Pese a la importancia que en Her tiene el contexto, en concreto el mundo digital, sería un error reducirlo a eso, no es una película de ciencia-ficción o al menos no solo eso. El propio cartel del film es una declaración de intenciones que despeja los equívocos, debajo del rostro de Joaquin Phoenix y el título del film, hay un subtítulo: “A Spike Jonze love story” (“una historia de amor de Spike Jonze”). Por mucho que el planteamiento tecnológico de la película nos transporte a un futuro cercano e incómodo y esta idea tenga un peso evidente, Her no deja de ser una historia de amor, marcado por Jonze -y sus circunstancias-, pero una historia de amor al fin y al cabo. Esta idea, esta apuesta inamovible por la historia, es el hecho diferencial con otra ficción aparentemente cercana como es Black Mirror, la serie de televisión de Charlie Brooker. En la aclamada serie británica se muestra un mundo futuro, y también cercano, marcado por la tecnología y nuestra relación con ellas, pequeñas ficciones de una hora de duración que difieren en el tono pero que transmiten el malestar del mundo moderno. El futuro digital y apocalíptico de Brooker difiere con la idea que plantea Spike Jonze en Her, que puede resultar igualmente incómoda pero que prefiere representar el futuro de una forma más tradicional con el fin último de indagar en el estado de las relaciones humanas, relegando, de esta forma, la tecnología a un segundo plano.

La excelsa interpretación del personaje de Theodore que construye Joaquin Phoenix es la constante que recorre el film uniendo cada uno de los elementos para hacer que encajen. La cercanía y vulnerabilidad que transmite su personaje permite que pronto empaticemos con él y encontremos próximo el aséptico mundo que transita. Un mundo sutil pensado con detalle por Jonze: inequívocamente futurista pero agradablemente cercano, con una atmósfera hipster -en el buen sentido de la palabra-, de moda futurista y cíclica, todo ello filmado con una limpia y desaturada fotografía y ambientado por la música de Arcade Fire. Muchos, y muy buenos, elementos que se acumulan para elevar lo verdaderamente importante, la historia de amor entre Theodore y Samantha, la relación entre un escritor con el corazón roto y un sistema operativo con una inteligencia hambrienta e ilimitada. Una relación que nace, crece, se alimenta y… como todas las relaciones, vive sus ciclos hegelianos. Una relación tan real como los sentimientos que produce, que se puede escuchar pero no se puede ver ni tocar, pero ¿acaso el amor se puede ver y tocar?

nebraska

La mansión de la colina

Escrito por Pablo Vigar

El desenlace de Una historia verdadera (The Straight Story, 1999) de David Lynch, hacía valer el dicho de que lo importante no es el destino alcanzado, sino la distancia recorrida. El director de cintas tan inquietantes y perturbadoras como Mulholland Drive (2001) o Terciopelo azul (1986), alcanzaba con la ya mencionada el aplauso global de toda la crítica especializada, incluidos aquellos que no comulgaban con la excentricidad del cineasta. De trazado tan lineal como corriente, la odisea de Alvin Straight a lomos de su cortacésped John Deere acabó así por convertirse en una de las películas más importantes de su tiempo y de su director.

Ahora, Alexander Payne recoge el testigo de este particular género, la road movie crepuscular, y lo lleva a su estado natal, que es el mismo que da nombre a esta su última película. Rodada en blanco y negro, Nebraska transita los mismos lugares y recovecos emocionales que recorriese la cinta de David Lynch, de nuevo otorgando al camino la importancia de la que el destino carece. Aunque en esta ocasión la meta sea un hipotético premio de un millón de dólares.

Llega un momento en la narración en que padre e hijo –el primero excelsamente interpretado por Bruce Dern, motor literal y figurado de la obra– contemplan un campo de trigo que se extiende junto a la antigua casa del ya anciano progenitor. Ante la pregunta de su hijo de si le hubiese gustado ser granjero como su padre, el personaje de Woody Grant responde que no se acuerda, que ya no importa. Observando desde su particular Mansion on the Hill –la misma desde la que, cantaba Springsteen, un par de críos contemplaban carreteras, fábricas y campos–, queda patente que la comprensión mutua entre ambos no nace tanto de lo que se dice como de lo que se calla. Como hiciera el boss con su disco del mismo nombre, Alexander Payne rueda su película más sobria, una que reduce al armazón más básico, alcanzando por el camino más directo y sencillo los logros más importantes. Y al igual que ocurriese con Alvin Straight, Woody Grant termina por enfrentar y vencer su propio desgarro, en un último recorrido triunfal al volante de un tractor, a sabiendas de que terminado su paseo de gloria tocará volver a cambiar sitios. Can’t do it all over. Can’t do none of it over.

philomena

Amor de madre, más allá del tópico

Escrito por David Ontoria

No soy amigo de los tópicos, en especial de los tópicos británicos. Es por eso que no aguanto El discurso del rey (Tom Hooper, 2010) y creía que tampoco lo haría con Philomena (Stephen Frears, 2013). Así que preguntándome por qué esta sí y aquella no, he dado con varias razones. El conflicto de esta película tiene mucho calado: la pérdida no sólo de un hijo, sino de la propia libertad a manos de una institución. Vivir una vida entera lamentando esa pérdida. Ser testigo de las imprevisibles maneras en las que el pasado afecta al presente, cómo algunas cambian mucho (todos los secretos que encuentra Philomena de su hijo por el camino) y otras no cambian nada (la posición inflexible de las monjas y su negativa a ayudar). Todos estos conflictos están encarnados por una actriz que llena de humanidad al personaje y hace que trascienda el esquematismo. Hablamos, por supuesto, de Judi Dench.

Hay una escena en concreto, cuando están desayundando en el hotel, que es un portento en cuanto a descripción de caracteres. Martin (Steve Coogan) está absorto en su portátil, y Philomena está saludando a los camareros. Cuando una camarera viene a su mesa, Martin le pide que les deje en paz. Aquí tenemos dos actitudes vitales opuestas: Philomena vive en el presente, y sabe que el presente pone en el mismo nivel a todo el mundo; Martin, en cambio, vive abstraído del presente, lo cual le separa del resto y crea un complejo de superioridad. Así, el cínico que no vive en el presente juzga como naïve los gestos de apreciación del que sí sabe vivir. Pero en el fondo, el cínico envidia esa habilidad natural para saborear la vida. Esa es la brecha que separa a los personajes durante su viaje, y que al final conseguirán solventar.

Hay una carta comodín que se usa para desacreditar proyectos cinematográficos por completo: “telefilm”. Parece que cuando enuncias la palabra, todo atributo le es negado a una película. Me parece una actitud algo reduccionista. El hecho de que Philomena tenga un regusto a telefilm no le quita poder a sus interpretaciones, relevancia a sus conflictos, ni dinamismo a su guión. Ni es la mejor película de Stephen Frears ni seguramente gane el Oscar a mejor película, pero es una buena película de entretenimiento.

12 años

Humanidad frente a dispositivo

Escrito por Antonio M. Arenas

Después de filmar dos tratados inapelables sobre el cuerpo del hombre presa del sufrimiento y sus límites como Hunger (2008) y Shame (2011), o más concretamente de la desnudez de un Michael Fassbender como sujeto experimental, con su tercer largometraje Steve McQueen continúa dichos esquemas al aplicarlos a la historia real de Solomon Northup, un hombre negro libre que durante el siglo XIX, y tras ser engañado, padeció doce años como esclavo. Más de una década de horror escrita por él mismo en el libro que la película adapta, igualmente titulado 12 años de esclavitud.

Frente la loable aptitud de revisionismo histórico a una temática por la que, salvo ejemplos contados, el cine norteamericano y Hollywood han pasado de puntillas, esta se acompaña de una actitud fílmica que se excede en sus mecanismos del dolor, sin pudor, ya que en su afán por recrear aquello que existió, y repetirnos (casi culparnos) una y otra vez que lo que ven nuestros ojos sucedió, fue real, no deja rastros oníricos ni esperanza, incluso el final resulta forzado. En su tormentosa obligación por demostrarnos su razón humana, su acto de justicia histórica no deja espacio a la película para formularse como ejercicio audiovisual artístico ni como tratado sobre la humanidad en tiempos en los que carecía de valor.

La crítica se nos imprime en la cabeza nada más entrar al cine a verla, como Hans Zimmer llevaba compuesta la banda sonora desde Origen, de la que se fulmina a sí mismo. Precisamente, en el grave conflicto entre la música del film, atosigante, en busca de la emoción más pueril y descarnada, y la imagen, dividida por la belleza del paraje de Louisiana y la fría crueldad de secuencias como la del ahorcamiento, demuestra la imposiblidad por conjugar una gran obra humanista con un ejercicio sintético. Las obras maestras no surgen de matemáticas ni la historia es una raíz cuadrada, el cine tampoco debe serlo. Los premios… ese ya es otro cuento.

el lobo de wall street

 

El broker es un lobo para el hombre

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Desde la caída de Lehman Brothers hasta el encuentro “interplanetario” de Obama y Rajoy resumido en esa cajita de M&M, llevamos seis años recibiendo golpes sin descanso. La crisis manda puños en forma de recortes, malas noticias o caídas de bolsa que recibimos mal que bien, incluso a veces con sorna. Estamos noqueados, contra las cuerdas, pero negándonos a caer y dar esa satisfacción al rival, como un maltrecho pero orgulloso LaMotta ante Sugar Ray en Toro Salvaje (1980). Si hacemos un esfuerzo colectivo, podemos encontrar en cada film de Martin Scorsese una metáfora con la que explicar cada una de las situaciones que vivimos. Es normal, el neoyorquino se ha preocupado en arrojar luz sobre el lado oscuro del poder; diseccionando el mundo de la mafia desde su esplendor: Uno de los nuestros (1990), Casino (1995), hasta sus orígenes: Gangs of New York(2002), Boardwalk Empire (HBO, 2010). La gran estafa del Capitalismo, a la que hemos tenido a bien denominar simplemente “crisis”, nos ha enseñado a golpe de realidad y a través de documentales como Inside Job (2010) que los métodos de los gobiernos libres y sus mecanismos mercantiles -véase Wall Street- son muy similares a los empleados por los italoamericanos de traje a medida que nos mostró Scorsese. Por ejemplo, en ese mismo documental, se describía a la fauna de Wall Street como una manada hambrienta de dólares que en aquellos maravillosos noventa gastaban su dinero -y el nuestro- en prostitutas y cocaína. Un fiestón. Uno de aquellos animales, quizá el más emblemático, fue Jordan Belfort, apodado “el lobo de Wall Street”, que escribió su autobiografía en la que ahora se basa Martin Scorsese para la película que nos ocupa. Una fiesta de tres horas de duración a la que por fin estamos invitados.

La última de DiCaprio y Scorsese está siendo celebrada como el gran hito de su(s) cine(s) reciente, hito que a Scorsese se le negó -quizá injustificadamente- con Shutter Island (2010) y Hugo (2011), dos filmes con muchos elementos reivindicables pero que no se situaban, o más bien no lo situábamos como espectadores, en la primera línea de su cine. Con El lobo de Wall Street parece que si alcanzamos el consenso necesario para situarlo en primera línea, tal es así que hasta la temporada de premios -algunas veces injusta y muchas veces miope- está reconociendo las virtudes del film. Hay dos factores claves para entender lo conseguido: la libertad y el tiempo. El proyecto se inició siete años atrás pero se atascó en la búsqueda de financiación, la apuesta personal de DiCaprio y Scorsese por la autofinanciación permitió, por un lado, sacar adelante la película y por otro hacerlo de la forma más libre posible al no tener que rendir cuentas ante ninguna major; esta libertad que concede la independencia económica ha hecho posible que el film esté plagado de escenas explícitas de sexo y drogadicción. A esto hay que sumarle que aparece en el momento justo, en un tiempo en el que hemos aprendido las causas de la crisis, hemos sufrido las consecuencias pero no hemos visto un desfile de culpables ni un cambio de modelo. Hemos pagado los platos de una fiesta a la que no nos invitaron. Y esta es la historia del exceso, de la celebración del Capitalismo, de la perversión moral de un sistema que se vanagloriaba de ser moralmente neutro.

Esa es la idea que sobrevuela toda la película y de la que Jordan Belfort hace su leitmotiv: exprimir las posibilidades del Capitalismo. Cuando Belfort se haya en la cúspide de su carrera, con una empresa, Stratton Oakmant, en la que todos sus trabajadores están haciendo una fortuna a costa de engañar al ciudadano medio, proclama aquello de “¡Stratton Oakmant es América!”; pero cuando el show no da más de si y el FBI pone cerco a su activad ilegal, grita: “¡Que le jodan a América!”. Y en dos exabruptos, con el mismo escenario, el mismo público, pero en distintos tiempos, sintetiza dos décadas de libertinaje financiero en el país de las oportunidades. Dos décadas que fueron la celebración del exceso para los de arriba y que los de abajo vamos camino de pagar en otra década de purgación. Pero no nos desviemos, en la película no hay rastro de consecuencias, ni siquiera de arrepentimiento o moraleja, no es necesario. Scorsese y el escritor que firma el guión, Terence Winter (Los Soprano, Boardwalk Empire), apuestan por mostrar esa fiesta pero no la factura porque los protagonistas, sin lugar a dudas, han hecho un simpa.

Entre cocaína, prostitutas y dólares se consume una película como se consumieron los noventa en Wall Street. Martin Scorsese, desatado, opta por no dar tregua al espectador, por meterlo en una centrifugadora de la que saldrá colocado y confuso a partes iguales. DiCaprio, por su parte, se erige como actor total pasando por la comedia y el drama por encima de todo y de todos, Jonah Hill le aguanta el pulso y el resto lo hace una música seleccionada con maestría por Robbie Robertson. Es difícil no dejarse arrastrar por el ciclón que supone El lobo de Wall Street, una película que capta el espíritu de una década y que suma un nuevo hallazgo en la filmografía de un director imparable. Martin Scorsese a sus 71 años tiene la perspicacia intacta y la fuerza necesaria para transmitirla; amenaza con terminar su carrera en cualquier momento e incluso esta puede ser su última obra, esperemos que no, si Dios existe habrá hecho un pacto con el Diablo, like a Rolling Stone.

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