Con falda y a lo loco: Finales felices

Finales felices: El principio de la infelicidad

Nos presentaron un dos de Marzo de hace unos años, aún así recuerdo todo al detalle y, quizás, lo haga siempre. Apareció sin envoltorio, sin lazos… porque no necesitaba convencer. A pesar de ser un clásico, nunca había tenido la oportunidad de profundizar en ella y ahora ahí estaba, vestida con 97 deslumbrantes páginas de papel.  Tras la portada, encontré una simpática nota que me enviaba a la página veintidós y fue allí donde despertaba la primera frase que leí: «Jamás me acostumbro a nada. Acostumbrarse es estar muerto».

Meses después, aterrizaron en mis manos sus primeras imágenes. Una ciudad dormida comenzaba a amanecer con Moon River, mientras la soledad de la quinta avenida era interrumpida por un taxi que se detenía justo antes de abandonar el plano,  fue entonces cuando la vi por primera vez. Escapando de un angustioso día rojo, Holly desayunaba en el único lugar donde nada malo podía ocurrir: Tiffany’s. ­–«Se puede tener un día negro porque una se engorda o ha llovido demasiado, estás triste y nada más, pero los días rojos son terribles, de repente tienes miedo y no sabes por qué».

Tiffany’s es lo que todos buscamos: un lugar donde el miedo no pueda penetrar; donde nos podamos refugiar; donde nos sintamos protegidos cuando todo va mal. La mayoría de las veces, ese sosiego lo hayamos al lado de otra persona –hay quienes lo tildan de amor–, pero Holly era mucho más astuta y buscó un rincón que no pudiera huir, que nunca pudiera dejarla sola.

Mezcla de picardía e inocencia, de inteligencia  y originalidad. Miss Golightly se presenta como un personaje interesante, de esos que no paran de robar corazones y despertar envidias, de los que siempre quieres saber más; una soñadora, un alma libre que comenzó a ser amenazada con la llegada de su vecino Fred Paul. La amistad que los une es tan intensa como comedida. Ambos apenas se conocen, pero se necesitan.

Dentro de la agitada vida social de Miss Golightly, él era el único perdedor al que no le salía cara su compañía. Su círculo estaba frecuentado por personajes importantes y glamurosos que saturaban sus días admirándola desde la ignorancia. Ya lo decía su representante, O. J. Belmer: «Apuesto algo a que jamás nadie llegará a saber de dónde salió. Es tan embustera que quizás ni ella se acuerde». Y no iba desencaminado, ella vivía su propia realidad como le apetecía. Lejos de aquella actriz que repudió en Hollywood, interpretaba sus propios guiones, pero cuando aparecía Paul, conocíamos un poco más a la auténtica Holly, incluso, su verdadera identidad: Lula Mae Barnes.

Existe cierta tendencia en ofrecer al espectador finales felices porque, tal vez, se piensa que debe encontrar en la pantalla lo que la realidad no le concede. En mi opinión, el espectador no necesita finales complacientes, necesita aprender a decir adiós, porque solo así podrá disfrutar de un auténtico final feliz.

El libro es sencillamente brillante. En cada página hay frases para memorizar y en todo momento ansías leer más y más. No le hace falta jugar al despiste, desde la primera página se sabe que ella se marchó. No leemos para tropezar con ese final feliz, leemos porque ella se convierte en nuestro Tiffany’s. En un intento de agradar al espectador, la adaptación cinematográfica de Blake Edwards, se presenta menos oscura y mucho más ingenua –algo a lo que el cine, de este género, nos tiene más que acostumbrados–. La historia que nos narra es maravillosa, pero no habla de la misma Miss Golightly. El final lluvioso, que no rojo, de Holly buscando a un gato sin nombre y rindiéndose ante las exigencias del amor, echa por tierra la principal característica de la protagonista de Truman Capote: ser un espíritu libre.

En el libro, gato no es adorablemente pelirrojo –«era un gato sombrío con cara de pirata asesino. Tenía un ojo ciego y viscoso y el otro moteado de malicia», Paul no es tan afortunado y aun no ha conseguido publicar ningún trabajo y el final… es un final. Holly se marcha, desaparece, lo abandona… y parecerá triste o incluso cruel, pero si lo analizamos bien entenderemos que ella le regaló algo más valioso que el resto de sus días; le permitió conocerla como jamás nadie lo haría.

«La dirección (de Holly), suponiendo que llegase a haberla, jamás me fue remitida, lo cual me entristeció, tenía muchísimas cosas que decirle: vendí dos cuentos (…) y estaba a punto de mudarme a otro lugar porque la casa de piedra arenisca estaba embrujada. Pero, sobre todo, quería hablarle de su gato. Había cumplido mi promesa; le había encontrado».

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