#62SSIFF (III): Phoenix (Christian Petzold), The Tribe (Miroslav Slaboshpitsky), Loreak (José María Goenaga y Jon Garaño)

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Con el tiempo siempre acumulado en contra y con una nueva película dentro de media hora a nuestro favor, la tercera crónica del 62 Festival de San Sebastián tratará en esta ocasión de ir más allá de la lectura diaria con la intención de aunar tres films aparentemente distanciados, cuyas imágenes son presas del silencio de sus personajes (y viceversa), cobrando la relevancia precisa dentro del dispositivo hasta desvelar su razón de ser. La clase de puestas en común que perdidos en el ritmo de un gran festival se complican pero merece la pena encontrar.

En Phoenix (Christian Petzold) hablamos del silencio de una mujer enamorada de su marido pese a ser consciente del horror vivido en los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial; y en Loreak (José María Goenaga y Jon Garaño) del que da lugar a otra historia de amor con flores pero sin remitente. Aunque si en ambas el silencio cumple una función narrativa que une a sus personajes en tanta medida como los distancia, en la ucraniana The Tribe (Miroslav Slaboshpitsky) se impone a todos los niveles. Protagonizada por un grupo de adolescentes de un internado especial para sordomudos, el metraje al completo carece de diálogos ni subtítulos de ningún tipo, por ello resulta significativo la forma en la que todo ruido, por pequeño que sea, así como cada largo plano secuencia que la integran, termina siendo más demoledor que el poder de cualquier palabra. No hay algo en lo que puedan coincidir más estas tres películas que en esa conclusión, la del dolor que arrastra consigo el peso del silencio.

PHOENIX

Phoenix (Christian Petzold) – Sección oficial

Pese a que en gran medida lastre su desarrollo y posterior núcleo dramático, el academicismo que se achaca a la puesta en escena de Phoenix (Christian Petzold) puede entenderse como una elección meditada para transitar las vías más aceptadas de representación al hablar del horror del holocausto. Incluso aunque no aparezca representado, sino encarnado en el rostro de su protagonista, Nelly, interpretada por Nina Hoss, a la que reconstruyen un nuevo rostro tras sobrevivir repleta de quemaduras a un campo de exterminio nazi. Precisamente es la importancia simbólica de su rostro lo que en un principio se adueña del filme, inicialmente cubierto de un vendaje que cita explícitamente a Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960), para a continuación desechar esa idea, ocultar el rostro entre las sombras y revelar unas cicactrices que la harán renacer de entre los muertos. Reencarnada en sí misma con el fulgor de un vestido rojo, se presentará desconocida e irreconocible a ojos de su marido, que la traicionó y cree muerta, al que nunca desvelará su nombre y con el que a partir de su “otro yo” establecerá una fuerte obsesión.

Es decir, el cine jugando de nuevo a Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), fuente inagotable a la que ciertos academicismos formales del cineasta alemán niegan su capacidad de expresión, reducida a la luz del neón roja de un callejón nocturno en las derruidas calles de Berlín y al acto teatral en un sótano. Quizá porque reprime todo su esplendor para el final, resuelto con tanta emoción y sensibilidad como dolor, abriendo profundas lecturas sobre la representación de una infamia, pero también sobre la imposibilidad de un reencuentro. Tampoco de un perdón.

The Tribe

The Tribe (Miroslav Slaboshpitsky) – Perlas

En los últimos años no podemos dejar de creer que el mejor cine europeo, o al menos aquel que deja una huella insondable, es el que sin verbalizarlo sabe hablar de esta Europa que pese a todo compartimos. Una sensación marcada por las duras consecuencias de la crisis en el país heleno tan latente en Alps (Giorgios Lanthimos, 2011) que, bajo otras circunstancias, representa ahora la demoledora película ucraniana The Tribe (Miroslav Slaboshpitsky, 2014) por medio del silencio. El silencio de sus personajes, todos sordomudos, y el de la Europa que acabamos de votar hacia un país para el que esta película no representa en absoluto un grito en busca de ayuda, sino un punto de no retorno del que encontramos ecos cada mañana en los diarios.

La llegada de un tímido joven a un orfanato especial para sordomudos le hará descubrir la existencia de una tribu perfectamente organizada y jerarquizada, en la que se adentra y que le permite aprehender su construcción a base de gestos de poder y violencia a los que tan solo un alma capaz noble puede destruir desde dentro. Pero también hay otros simbolismos, aunque ninguno tan explícito como sus imágenes, y para generarlos Slaboshpitsky toma una decisión coherente que lleva hasta su extremo. Ante la imposibilidad de traducir ni capturar los diálogos de sus personajes, a excepción del espectador con la capacidad de interpretar el lenguaje de signos, cada distante plano fijo y cada extenso plano secuencia de su día a día o de sus actos delictivos cobra forma como un mínimo común múltiple narrativo de valor propio, que con el añadido del silencio impone un lenguaje visual muy determinado, contrastado por la distancia de sus personajes frente a la realidad y al objetivo. Además, si a todo lo que pone en juego formalmente le añadimos los límites que cruzan sus acciones, nos encontramos ante un trabajo que nos recuerda que en el cine se bajan las luces, pero cuando el sonido también lo hace como espectadores nos quedamos desprevenidos, indefensos.

Loreak

Loreak (José María Goenaga y Jon Garaño) – Sección oficial

Muy pronto y con total aplomo se despojó Loreak (José María Goenaga y Jon Garaño) del traje de cenicienta del certamen, tratándose de la primera película en euskera a concurso en la sección oficial de la historia del Festival de San Sebastián, para consolidarse como una clara aspirante al palmarés por su notable concisión estética y narrativa al presentar un relato de (no)historias cruzadas, unidas y a la vez distanciadas por unas flores sin remitente ni dedicatoria.

¿A quién se puede llegar a querer más? ¿A aquel que vivió a tu lado o al que apenas conocías? Un material que en manos de la pareja de cineastas formada por Goenaga y Garaño se ajusta al tono gris de su fotografía, al gris de las vidas de sus personajes y a la luz que entra cuando descubren que siempre fue demasiado tarde. La sugerente depuración narrativa de su primera mitad, separada en tres partes interconectadas entre sí, contrasta con los saltos temporales posteriores, una estructura desigual alrededor de una ausencia, pero en la que no se dejan de encontrar paralelismos formidables entre un cuerpo sin vida y su ausencia entre los seres queridos que le rodea(ba)n. Su sólida puesta en escena y dirección de actores hablan de un trabajo maduro capaz de adentrarse en temas importantes sin rebajarse a lo sórdido ni lo melodramático, remarcando la distancia y el silencio de unas flores, pero también todo lo esencial que en el fondo se puede decir a través de ellas.

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