Los exiliados románticos

Oda al cine efímero

Algo pasa con Jonás Trueba. El joven director madrileño va reclutando involuntariamente defensores y detractores a medida que avanza su filmografía. Apenas cinco años después de debutar en la dirección, el debate en torno a su figura se ha ido polarizando a medida que ha alcanzado repercusión en nuestro país. Para ser justos es necesario señalar que el peso de su apellido y su marcada francofilia han alimentado una serie de prejuicios que han impedido acercarse a su obra de una forma objetiva. En cualquier caso, con su tercera película, Los exiliados románticos, Trueba ha confirmado una voz que según quien la analice está cargada de virtudes o defectos.

Si miramos con perspectiva sus tres películas: Todas las canciones hablan de mí (2010), Los ilusos (2013) y Los exiliados románticos (2015); observamos que se ha invertido el orden tradicional en lo referente a medios técnicos y ambiciones. Su debut es una obra más clásica, narrativamente barroca y con actores profesionales; Los ilusos es un paréntesis, rodada con película caducada y en 16 mm por la necesidad de demostrar(se) que se puede hacer cine al margen de la industria pero con un discurso intelectualizado; y la última de las películas se desprende de todo -de la industria y de la reflexión- para grabar (en digital) una pequeña oda al amor, sin más pretensiones que hacer una película pequeña y luminosa. Los exiliados románticos es el viaje de fin de verano (¿y de juventud?) de tres amigos, Vito, Luis y Francesco, a Francia donde se reencontrarán con amores efímeros. El guión fue elaborándose sobre la marcha -literalmente- a medida que rodaban a diferencia de su anterior película que se “escribió” en montaje y su debut que si disponía de un guión escrito tradicional. Con todo, este particular recorrido de su filmografía no es una involución artística sino una simplificación cinematográfica a consecuencia de las circunstancias socioeconómicas que lo rodean. Los exiliados románticos viene a demostrar que cuanto menos ataduras y ambiciones tiene su director más honesto y valioso se vuelve su cine.

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En cuanto a temáticas, lenguaje y referentes el cine de Jonás Trueba puede parecer descontextualizado, no es tanto que mantenga una posición nostálgica hacia movimientos cinematográficos concretos sino que adolezca de cierto anacronismo. Es un cineasta de la nouvelle vague en la España del siglo XXI y eso más que bueno o malo es curioso. Si la presencia de François Truffaut se palpaba en Todas las canciones hablan de mí, en Los exiliados románticos es Eric Rohmer quien tiene una influencia evidente. Como señala Carlos F. Heredero en su crítica en Caimán (Nº41), algunas de las principales escenas de la película tienen referencias directas con filmes de Rohmer: El amigo de mi amiga (1987) en la conversación entre Francesco y Renata, La buena boda (1982) en el anuncio de Isabelle durante la cena, Tres romances en París (1995) en el reencuentro de Vito en los Jardines de Luxemburgo o La rodilla de clara (1970) en la escena final. Según ha comentado el propio Trueba en diversas entrevistas, estas referencias no fueron previstas ni conscientes, lo que disipa cualquier sospecha de impostura.

Teniendo presentes las particularidades de esta producción -recordemos otra vez “sobre la marcha”- se hacen más valiosas si caben algunas de las decisiones tomadas a nivel formal. Así, cada uno de los encuentros de los tres protagonistas con sus respectivas mujeres son un hallazgo de puesta en escena y composición. Cuando Francesco y Renata mantienen su primera conversación a solas, es mostrada en un único plano fijo. Su similitud cromática (ambos visten de azul) contrasta con la posición de sus cuerpos (paralelos, no enfrentados) y el discurso de él queriendo exponer las diferencias entre ambos. En la cena grupal que supone el encuentro de Luis e Isabelle, la sutil tensión dialéctica entre ambos es mostrada por la cámara con planos separados del lado de la mesa dónde se sitúa cada uno, que sólo se unen en un plano final en el que la intervención del anfitrión sirve para mediar y recordar que la situación es superior a ambos. Por último, en la escena de los Jardines de Luxemburgo, Vito se reencuentra con su aventura de principios de verano con la intención de declararle sus sentimientos; de nuevo en plano fijo la conversación transmite comedia, ternura y vergüenza ajena fruto de la torpeza discursiva del personaje que obviamente no está correspondido y que para más inri intenta chapurrear francés. Aquí la audacia del director se manifiesta, no sólo alargando la toma hasta producir incomodidad, sino también situando los subtítulos entre ambos personajes a media altura haciendo visible la distancia idiomática y sentimental que les separa.

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Pero si hay un elemento que vertebra el film y le da consistencia, ese es la música de Tulsa. Presente durante todo el metraje, con momentos protagonistas como las dos actuaciones en los bares o la discutible aparición en carretera. La canción Oda al amor efímero funciona en el film como hilo discursivo, tanto por su letra como por sus apariciones: dos arranques interrumpidos y semejantes que imprimen la poca estructura narrativa que tiene el film y un final que termina siendo un desahogo cargado de esperanza. Los exiliados románticos por su naturaleza y estructura termina por parecerse más a una canción, con su ritmo ligero, con su estribillo y con su final que se desvanece progresivamente mientras suena eso de: “Me conformaré con ver la vida pasar / Nada de esto será trascendental”.

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