Marte (The Martian)

Cómo sobrevivir a un blockbuster

Al igual que la gran compañía de alquiler de películas, símbolo del cambio en los hábitos de consumo del nuevo siglo, es probable que a estas alturas el término blockbuster esté más obsoleto que el sentido de la maravilla del director de Los duelistas (1977) y Blade Runner (1982). Pero termina siendo esa y no otra la lectura que merece un olvidable producto sci-fi de las características de Marte (The Martian, Ridley Scott, 2015), incapaz de trascender por encima de su condición sine qua non de campaña promocional y pedagógica a mayor gloria de la NASA.

Detrás de esta enésima historia de los Estados Unidos al rescate de Matt Damon no se atisban colosales ambiciones espaciales, reflexión alguna sobre el lugar del ser humano en el cosmos o una lectura crítica sobre los cuestionables actos de sus gobiernos y personajes, de hecho, el trasfondo del argumento no deja de ser el de una campaña mediática. La única y más profunda aspiración de Marte consiste en ofrecer un entretenimiento masivo en el sentido más convencional del término, de haber otro. Para lograrlo, el guionista Drew Goddard, que fuera capaz de reinventar el género de terror con la metacinematográfica La cabaña en el bosque (2012), sigue paso a paso y sin distancia irónica la guía de supervivencia de toda odisea en el espacio, a la que un aplicado Scott no parece preocuparle añadir identidad propia sino cubrir el expediente.

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Cine de catástrofes, supervivencia hiperrealista y epopeya espacial se funden sin el más mínimo rigor, dando forma a un relato que convierte las exhaustivas bases científicas de la novela de Andy Weir en excusa para sacar a relucir el agudizado ingenio y sentido del humor de su protagonista, Mark Watney, astronauta de misión botánica en Marte que, tras un accidentado plan de escape a una tormenta, debe sobrevivir en solitario e incomunicado en el Planeta Rojo. Un punto de partida que, aunque inicialmente parezca convertirle en una suerte de Robinson Crusoe en Marte, en especial al jugar con el formato de diario, relatando sus planes a las webcams del sistema operativo de la estación planetaria, se desecha pronto para adaptarse a una narrativa tan plana como ajustada a lo convencional. Tan original como hacer sonar Starman de David Bowie en una película espacial.

Mientras Watney señala cada jornada que transcurre de forma metódica, Scott se apunta a las secuencias musicales de montaje para retratar su aislamiento, renunciando a transmitir y equiparar su supervivencia en un plano cinematográfico. En ese sentido, el tan oportuno (e injustificado) uso de la música disco hace de perfecta banda sonora y de alivio cómico para no aburrir al respetable, por lo que el resultado carece de unas búsquedas formales y estéticas que añadan personalidad a su odisea. Demasiado esforzada en perseguir sus progresos y penurias, pese a los múltiples letreros que incluya en pantalla acerca del tiempo que lleva en Marte, la película no llega a rozar la soledad del individuo ni a profundizar en su aislamiento. Por momentos queda la sensación de que su protagonista no solo debe hacer frente a las inclemencias de su vida en Marte, sino luchar contra los obligados giros de guión que complican toda posibilidad de rescate.

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Pese a que su concreción formal resulte inexistente (Ridley Scott filmaría una panorámica de Marte como otra de California), el principal problema reside en desplegar su narración de forma paralela a tres niveles: la supervivencia de Watney en Marte, las decisiones políticas de la NASA en la tierra y el viaje de regreso de sus compañeros de misión. Esta indefinición, lejos de alcanzar una visión múltiple y enriquecedora de su rescate, no ahonda en ninguno de los dilemas de sus personajes, caras conocidas que funcionan como recurrentes estereotipos al servicio de una trama previsible y complaciente. De similar manera que Interstellar (Christopher Nolan, 2014), Marte menosprecia sus posibilidades y al espectador mediante explicaciones científicas infantiles y una simpleza en los diálogos alarmante, siempre más pendientes del gag o la sentencia fácil que de profundizar en las cuestiones científicas y humanistas que podrían dar relieve a la propuesta. Así como evidentemente limitar su público objetivo, en qué estábamos pensando.

Si como película de supervivencia nunca alcanza la exigencia física ni cinematográfica deseada, como trama política queda llena de lugares comunes y su enfoque resulta tan blanco como superficial (inexplicable la ausencia de consecuencias ni dilemas después del fallido despegue de la sonda), solo queda agarrarse a la emoción espacial de sus últimos compases. Marte alcanza sus mejores momentos en una operación de rescate en la que Scott ciertamente despliega su potencia visual, refrendada en una de las imágenes finales. Logro hasta inmerecido de una película cuyo epílogo, limítrofe con el anuncio propagandístico, insiste en cuestionar el espectáculo presenciado por su carácter más próximo a la publicidad institucional que al séptimo arte.

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