Filmadrid 2016: Competición Internacional

competición oficial

Si hay una virtud que se debe reconocer a la segunda edición de Filmadrid es que detrás de la Competición Internacional se intuye una idea de cine. O dicho de otra forma, una ideología que intenta proporcionar las señas de un festival que se ha ganado al menos una identificación coherente con algunos símbolos; el cine lusófono, el nombre de Lav Diaz o la capacidad para intervenir y movilizar ciertos ambientes de la cinefília madrileña, ya sea a través de proyecciones o de sus intervenciones audiovisuales en directo. No es una virtud menor, acostumbrados como estamos a que los certámenes cinematográficos funcionen en su apartado competitivo como un cajón desastre en el que cabe cualquier propuesta que otro festival no haya adquirido antes y que tenga la duración y el nombre adecuados, más allá de cualquier otra característica en cuanto a forma o contenido.

Esa idea de cine que intuimos se manifestó en una Competición Internacional con películas procedentes de cuatro continentes, media docena de cortometrajes compitiendo en pie de igualdad, documentales de cariz netamente político y obras de realizadores que apenas sobrepasan la veintena, Con la característica común de interpelar a nuestra época, tanto en el fondo como en la estética, y de, con alguna contada excepción, no traer detrás el peso de un nombre consagrado. Lo que no impide que la práctica totalidad de las propuestas sean lo suficientemente sólidas como para no chirriar en sección oficial alguna.

John From

John From (João Nicolau)

Dicho esto, si hubo una película que desentonó en medio de esta selección fue Náusea, del ya consolidado (aunque relativamente desconocido en España) realizador turco Zemi Demirkubuz. Por su carácter oscuro, su madurez desengañada, su acertado uso de las elipsis y el fuera de campo, su sutil tratamiento de la tragedia y su profundo conocimiento de la violenta brecha que puede separar el mundo masculino de su protagonista, un intelectual taciturno y con tendencia al aislamiento del mundo femenino del que intenta rodearse sin muchas ganas y sin, en el fondo, querer conseguirlo. Todas estas características alejaban a Náusea de las mucho más interrogativas, irónicas y dubitativas propuestas que compusieron el grueso del festival; tal vez, por ello, se entienda que no obtuviese reconocimiento alguno. Casaba mucho más con la estética del festival el premio a John From, del portugués João Nicolau, por su rohmeriana, aparente y estudiada intrascendencia, su luz estival, sus elementos fantásticos enseñoreándose de la narración en momentos clave, la frescura derivada de la subjetividad de su adolescente protagonista y, como elementos menores pero seguramente importantes a la hora de conceder un premio de estas características, su nacionalidad y su cercanía a las propuestas que defienden (como críticos o realizadores) algunos de los miembros del jurado.

Otras dos obras a competición que no deberían pasar desapercibidas fueron, por un lado, Roundabout In My Head, contundente documental del argelino Hassen Ferhani, en el que la trastienda de un matadero de animales adquiere la categoría de microcosmos de la desesperanza con que la juventud en el mundo árabe recibe los pasos atrás en una evolución política que ha perdido el cariz liberador adquirido hace un lustro (y que consigue inesperadas rimas con la situación de la juventud europea, por un lado, y con la representación aparentemente opuesta del matadero en primer plano que Georges Franju hacía en su holocáustica La sangre de las bestias); por otro lado, Amijima, del joven director leonés Jorge Suárez-Quiñones Rivas [lee aquí nuestra entrevista], que en apenas 54 minutos es capaz de encontrar la clave de bóveda del solipsismo y el apartamiento del mundo a través del mito literario del doble suicidio que envuelve, como la niebla y un intenso blanco y negro, a un errante protagonista que, a la manera del conductor de El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami, 1997), busca el lugar ideal para poner fin a su existencia, sin más conclusión que el de un profundo interrogante sobre la desmesura de los gestos vitales grandilocuentes, en una película paradójica (y acertadamente) intimista a través de sus grandes paisajes y su mucho más cercano sonido.

Amijima

Amijima (Jorge Suárez-Quiñones Rivas)

También estuvo presente a competición el cineasta filipino Lav Diaz (protagonista de un foco en la primera edición), al igual que su compatriota Liryc Dela Cruz. En ambos casos (y en alguno más, como en el cortometraje portugués Casa da Quina) se puso de manifiesto la dificultad de situar obras que rondan los diez minutos de duración al lado de películas de dos horas. Si la intención del festival era difundir la idea de que el estatuto de cortometrajes y largometrajes no difiere a la hora de competir en un certamen cinematográfico, podemos decir que las elegidas no eran las adecuadas y que tampoco ayudó a ello la forma de proyectarlas (siempre junto a una obra de mayor duración, completando entre ambas una sesión), de forma que la sensación de prólogo o coda no desapareció en ninguna de las obras mencionadas.

Por lo demás, el cine argentino tuvo una doble e interesante presencia, a través de la ficción con El movimiento, precaria en medios pero de largo alcance en intenciones políticas, y el documental con Las lindas, radiografía personal de la conformación de la identidad de género de su realizadora. En cambio, el cine japonés mostró opuesto vigor con dos películas (The Name of the Whale y Sayonara) que testimonian la desorientación de una filmografía que parece tener difícil remedio, a tenor de lo visto en los últimos años. Tampoco semeja, a tenor de lo leído, que la acrítica recepción de las obras de Sergei Loznitsa vaya a variar con The Event, cuya presencia en Filmadrid tampoco trajo nada más allá que la descontextualización y el reaccionarismo por los que ha apostado en su obra última, tras las esenciales piezas realizadas en la década anterior y en las que era capaz de, a través del material de archivo, dejarnos una poderosa huella del pasado y el presente del espacio ruso-soviético.

Alguna que otra rima (la de O Espelho, con el foco de Júlio Bressane, y la de Vita Brevis con el de Boris Lehman) sirvió para completar una sección oficial que hace intuir una exploración tal vez más radical en futuras ediciones, una vez abierto un sendero que, creemos, no debe abandonar sino perfeccionar en su vertiente más arriesgada.

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